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Comunistas

Abogado y escritor. Fundador de CCOO e IU. Dos veces vicesecretario general del PCE
Manifestación organizada por el PCE en Madrid durante la Guerra Civil.
13 de noviembre de 2021 21:52 h

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Ahora que por primera vez desde la República y la Guerra Civil se sientan comunistas en la mesa del Consejo de Ministros, la derecha española  ha entrado en “modo histeria” cuando, en realidad, no hay motivos para ello si fuesen una derecha plenamente democrática y europea. El problema del actual PP es que procede de una tradición que no se enfrentó con la dictadura, a diferencia de lo que ocurrió con una parte de las derechas europeas que se opusieron a los nazis y los fascistas. Y de otro lado, tampoco son los herederos de los sectores democristianos y liberales que se opusieron al régimen de Franco, los del “contubernio de Munich”. Por desgracia, son los continuadores de la versión más conservadora de la derecha española. Esto explica, la reacción demagógica del PP ante lo que califican de gobierno “socialcomunista”. 

En estos meses se cumplen los 100 años del nacimiento del PCE, el “partido” por antonomasia, como se le conocía durante los años oscuros. Después de unos primeros tiempos erráticos y sectarios, en que no pasó de ser una minoría casi irrelevante, que no entendió el significado de la llegada de la República y pretendía la implantación de los soviets, enseguida modificó el rumbo con la llegada de José Díaz a la cabeza. Desde entonces ha jugado siempre un papel esencial en el transcurso de la historia de España. Tanto durante la IIª República, como en la Guerra Civil y en la lucha contra la dictadura, el PCE acertó, en lo esencial, en la política a seguir en cada momento, pues entre otras cosas había asimilado por experiencia propia las lecciones de la obra de Lenin “El izquierdismo enfermedad infantil del comunismo”. Así, en los años 30 acabó abandonando la política de “clase contra clase”, que había facilitado la derrota del movimiento obrero alemán, y adoptó la política del Frente Popular que conduciría a gobiernos de izquierda en Francia y España. Por cierto, un gobierno, en el caso español, en el que no hubo ministros ni socialistas ni comunistas hasta meses después, ya en la Guerra Civil. Quizá visto desde la perspectiva de los años, fue una equivocación la llamada revolución de octubre de 1934, pues supuso una fuga hacia adelante, un error de cálculo en la relación de fuerzas y acabó dando armas a los enemigos de la República. En todo caso, no fue el PCE el líder de aquella revolución.

En el transcurso de la Guerra Civil, el PCE fue el partido más disciplinado, más eficaz y coherente de todos. Su política central de que lo prioritario era ganar la guerra y no “hacer la revolución”, como planteaban sectores de los anarquistas y otros, era plenamente acertada. Obviamente, si se perdía la guerra no habría ni revolución, ni reforma, ni nada, solo una brutal represión que, a la postre, fue lo que hubo. Los extremismos de algunos solo conducían al alejamiento de la República de sectores de la burguesía democrática y al aislamiento internacional. Por eso fue, también, acertado su pleno apoyo al gobierno de Juan Negrín, en mi opinión el político más valioso y clarividente que tuvo la República. Al final, el funesto “golpe de Casado” acabó con las posibilidades de resistencia, que aquel y los comunistas defendían.

En todos los frentes de la II Guerra Mundial

Luego, ya en la dictadura, es indudable que el PCE fue el gran partido de la Resistencia. Después de los años de la lucha guerrillera- el maquis-, que entroncaba con la que se llevaba a cabo en los diferentes frentes de batalla de Europa contra el fascismo, los comunistas fuimos los principales organizadores y dinamizadores de los distintos movimientos sociales contra la dictadura. Hay que decir, que no se ha valorado en su debida dimensión la contribución de los republicanos españoles en las batallas de la II ª Guerra Mundial. Hubo republicanos- y comunistas entre ellos- en todos los frentes. Y hay numerosos republicanos enterrados en múltiples cementerios esparcidos por Europa, aparte de los miles que pasaron y murieron en los campos de concentración.

Una vez abandonada la lucha armada como consecuencia de la guerra fría y del abandono de España a su mala suerte por parte de las potencias occidentales, la labor de la militancia comunista fue esencial en el resurgimiento del movimiento obrero, es decir de las CCOO y del movimiento estudiantil. El PCE fue el primero en comprender la necesidad de superar las consecuencia de la Guerra Civil y, con visión de futuro, planteó la política de  “Reconciliación Nacional”. Una política que situaba el problema de España no entre monarquía o república- que era volver al pasado- sino entre dictadura o democracia. Política  que facilitó, a la postre, la confluencia de las fuerzas de oposición, divididas desde la guerra, y las movilizaciones sociales que hicieron inviable la continuidad de la dictadura. En 1956, en las calles de Madrid, nos movilizamos contra la dictadura los hijos de los vencedores y de los vencidos, como plasmación práctica de esa política. Igual sucedió más tarde con el desarrollo de las CCOO, en las que participaron junto a los comunistas, trabajadores procedentes del mundo católico, sacerdotes obreros y hasta falangistas decepcionados de la “revolución pendiente”. Por eso he sostenido siempre que, si bien el dictador murió en la cama, la dictadura murió en la calle y en los tajos.

La represión y el fusilamiento de Grimau

Muy pocos discuten la contribución del PCE en ese proceso y, en consecuencia, la represión se cebó con los comunistas. La prueba de lo que digo es que de las 165 sentencias del Tribunal Supremo por asociación ilícita, en causas procedentes del Tribunal de Orden Público, el 37% fueron contra el PCE y el 28% contra CCOO. Sin contar, lógicamente, con los miles de Consejos de guerra anteriores a 1964. El que viví con mayor intensidad, aparte del que me juzgó como consecuencia de las huelgas de los mineros de Asturias de 1962/63, fue el que concluyó con el fusilamiento del miembro del Comité Central Julián Grimau, con el que coincidí en la prisión de Carabanchel, así como con los que fueron ejecutados a garrote vil, los militantes anarquistas Granados y Delgado.

Durante los años en que milité en el PCE, desde principios de los años 60, el Partido fue adoptando posiciones cada vez más críticas ante el desarrollo negativo de la URSS, que les conduciría a la implosión de finales de los años 90. Si en 1956, en plena guerra fría, los comunistas apoyamos la intervención soviética en Hungría, en 1968, cuando las tropas del Pacto de Varsovia entraron en Praga, el PCE, después de un debate interno en las difíciles condiciones de la clandestinidad, condenó dicha intervención. Decisión que supuso el enfriamiento de las relaciones con los partidos comunistas del Este y algún desgarro interno.

Recuerdo aquel debate como si fuera ayer. Los comunistas de la dirección de CCOO estuvimos, casi unánimemente, en contra de la invasión, pues cada país debía encontrar su camino y las revoluciones no se exportan, pero alguno apareció en la reunión con las obras escogidas de Lenin para tirárnoslas a la cabeza como si fueran un vademécum. Un distanciamiento que condujo a una parte de los partidos comunistas de occidente a elaborar políticas más acordes con las condiciones de Europa occidental, donde desarrollamos nuestra lucha. Un fenómeno al que se llamó  “eurocomunismo”, que no pretendía “implantar” el comunismo en Europa, sino en todo caso indicar que las transformaciones hacia el socialismo se deberían desarrollar en la democracia y nunca con métodos autoritarios. Por esa razón, en el primer Congreso del PCE en la legalidad, la gran mayoría votamos por la eliminación del leninismo de nuestro ideario identitario. Un importante debate en el que tuve cierto protagonismo. Había leído mucho a Lenin, como padre e ideólogo de la revolución rusa, de una Rusia inmensamente atrasada en el año 1917, que no tenía nada que ver con las condiciones de España y Europa a finales de los años 70. Salir de 40 años de dictadura defendiendo la “dictadura del proletariado” me parecía un disparate. También costó algún desgarro interno, pero siempre he pensado que no hay nada más contrario al marxismo que anquilosarse en las ideas, no entender que la realidad siempre es heterodoxa respecto a la ortodoxia del pensamiento anterior.

Durante el decisivo periodo de la Transición la política del PCE fue, en esencia, acertada. Se hizo un análisis preciso de la relación de fuerzas y comprendimos que no teníamos la suficiente capacidad para “derrocar” a la dictadura, aunque sí la necesaria para evitar que ésta se perpetuase bajo otras formas. De ahí que elaboráramos la política del Pacto para la Libertad, contribuyéramos a crear las Juntas Democráticas y, en el terreno laboral, los sindicatos formamos la COS (Coordinadora de Organizaciones Sindicales). Hay que decir que las grandes movilizaciones de los años 76/77 del movimiento obrero, estudiantil y de múltiples sectores sociales fueron las que tumbaron al gobierno Arias-Fraga, propiciaron el nombramiento de Suárez y que se abrieran camino los acuerdos económicos, políticos y sociales que trajeron la democracia a España.

El riesgo de hacer el juego a la reacción

Soy consciente de que algunos han criticado esta política del PCE acusándola poco menos que de claudicante y entreguista. No creo para nada que fuese así. Por el contrario, fue una política acertada que tuvo en cuenta la relación de fuerzas, que deseaba evitar un nuevo enfrentamiento civil y el aislamiento del movimiento obrero, del PCE y, además, habría hecho el juego a una reacción que nos quería fuera de la democracia. Estuve personalmente implicado en las decisiones que se tomaron con ocasión de la legalización del PCE- por supuesto también en las que afectaron a las CCOO- y estoy convencido de que acertamos plenamente. El riesgo de que el proceso hacia la democracia descarrilara era real y hubiera sido una catástrofe que el PCE – el que más había luchado contra la dictadura- hubiese quedado arrinconado. El asesinato de los abogados de Atocha fue una prueba de lo que decimos.

La monarquía que se aceptó era una más de las formas que existían en los países democráticos de Europa, sin poderes efectivos. En las circunstancias de entonces no se habría entendido que nos hubiésemos encallado en la defensa de una hipotética República, a todas luces inviable. No hay que olvidar que el tránsito a la democracia en España no fue el mismo  que el de Europa después de la guerra, de la mano de los ejércitos aliados o en Portugal con la intervención de la Fuerzas Armadas. Aquí hubo de hacerse a pesar de los aparatos del Estado. 

Lo mismo aconteció con los Pactos de la Moncloa que algunos también criticaron. El gobierno de Suárez- cosa que se oculta- intentó primero un Pacto Social con los sindicatos y cuando estos- CCOO y UGT- se negaron no tuvo más remedio que convocar a los partidos a la Moncloa y firmar un acuerdo económico-político, esencial para abordar en mejores condiciones la Constitución de 1978. Fuimos los dirigentes comunistas de CCOO los que con mayor coherencia defendimos aquellos pactos y fueron los trabajadores los que entendieron el mensaje, pues en las primeras elecciones sindicales celebradas poco después, las candidaturas de CCOO obtuvieron un amplio triunfo. Y desde entonces la Confederación Sindical de CCOO siguen siendo el primer sindicato de España.

Magros resultados en las primeras elecciones democráticas

Muchas veces me he preguntado cómo es que habiendo luchado tanto y con políticas básicamente acertadas, el PCE obtuviese tan magros resultados en las primeras elecciones democráticas. Creo que las razones son varias, unas de orden externo y otras de naturaleza interna, o de errores nuestros. De entrada, es obvio que en 1977 el prestigio del  “comunismo”, de la URSS no era el mismo que en 1945, recién terminada la Guerra Mundial. Entonces, el prestigio de la Unión Soviética era inmenso y ayudó al éxito de los partidos comunistas en Francia o Italia. Por el contrario, a finales de los 70 la decadencia de la URSS era evidente y a nosotros se nos veía como parte de ese mundo, a pesar de los esfuerzos por desmarcarnos.

De otra parte, la legalización del PCE no fue un proceso tranquilo. Los mandos militares emitieron un duro comunicado en contra, algunos ministros militares dimitieron y ello condujo a que sectores de opinión que nos tenían simpatía tuvieron temor a las consecuencias y entendieron que no era nuestro momento. Pero también se dieron deficiencias internas. En España la inmensa mayoría de la población no deseaba de ningún modo regresar al pasado. Y el PCE se presentó ante la sociedad española con una imagen en exceso ligada a los tiempos de la República y la guerra civil. Los grandes dirigentes más conocidos, como Dolores  Ibárruri o Santiago Carrillo y los procedentes del exilio, eran identificados con ese pasado que se deseaba superar y olvidar. La prueba de ello es que el PSUC- los comunistas de Cataluña- que no se llamaba “partido comunista” y sus líderes, salvo alguna excepción, era gente joven del “interior”, obtuvo un resultado mucho mejor, prácticamente el doble. Igual sucedió con el PSOE, que se presentó totalmente renovado, sin relación con el exilio. De todas formas, a pesar del frustrante resultado en las elecciones constituyentes, el PCE obtuvo un buen logro en las primeras elecciones municipales en 1979, con un 14% - 5 puntos más que en las generales- y mediante un pacto con el PSOE, la izquierda se hizo con la mayoría de los ayuntamientos más importantes de España, incluyendo el de Madrid, transformando la vida local.

La incapacidad para normalizar la discrepancia

Luego entramos en una época de divisiones internas que nos debilitaron y nos condujeron a la derrota de 1982, cuando la representación parlamentaria quedó reducida a la mínima expresión. Sería demasiado largo opinar sobre las causas de esta derrota, pero sí puedo señalar que una de las más relevantes fue nuestra incapacidad de “normalizar las discrepancias”, como señalé en su día. En las grandes organizaciones las diferencias no deben de terminar en escisiones o expulsiones, pues el seguro resultado es el debilitamiento y el castigo electoral. Sin embargo, a pesar del revés en las urnas, los comunistas seguimos dando las batallas políticas que creíamos justas. Así, en 1986 propiciamos y encabezamos una plataforma para oponernos a la permanencia de España en la OTAN, votando en contra del referendo convocado por el gobierno de González. En la gran movilización alrededor de la referida consulta está el origen de Izquierda Unida. Si bien, la primera reunión formal de la coalición tuvo lugar en el despacho de abogados de Cristina Almeida, según creo recordar, la previa decisión del PCE- y el nombre de la coalición- se tomó en el despacho de Gerardo Iglesias, entonces secretario general del Partido, en la que estuvimos presentes los dos vicesecretarios generales, el que esto escribe y Enrique Curiel. Las vicisitudes posteriores pertenecen más a la historia de IU, de la que fui portavoz parlamentario. Mi ausencia posterior en la militancia de ambas organizaciones se debió, como es sabido, a mis discrepancias con el partido e IU, al separarse ambos de la línea proeuropea, que había sido una estrategia central del PCE. Este era para mí un asunto cardinal, pues en mi opinión qué habría sido de España si se hubiese quedado fuera del euro y/o de la UE. 

Como puede verse en este sintético relato el PCE ha contribuido como el que más a liderar a una parte de la izquierda, a traer y consolidar la democracia, a integrarnos en la Unión Europea y a los avances sociales que se han dado en España desde el final de la dictadura.

Texto publicado en la revista Nuestra Bandera

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