El coronavirus y el fin del neoliberalismo
Suele decirse que la última crisis financiera internacional que hemos vivido comenzó exactamente el 15 de septiembre de 2008, día en que Lehman Brothers se declaró en quiebra. Aquella no fue ni mucho menos la única causa de la gran recesión que vino a continuación, pero sí el detonante. El hundimiento del cuarto banco de inversión de EEUU puso de manifiesto la debilidad de un sistema financiero carcomido por la irresponsabilidad de los operadores privados y la, como mínimo, negligencia de los poderes públicos, que no establecieron los controles necesarios para evitar el fatal desenlace.
Doce años después, ha ocurrido otro hecho que sin lugar a dudas va a desencadenar una crisis social y económica de dimensiones todavía desconocidas: la aparición del virus Covid-19. El conocido como “coronavirus”. Si la caída de Lehman Brothers puso al descubierto las fallas del sistema financiero, la propagación de este virus ha hecho lo propio con el sistema neoliberal; ese conjunto de relaciones sociales, económicas, jurídicas y medioambientales que rigen nuestras sociedades y nuestras vidas.
La primera evidencia fue ver cómo los que defendían a ultranza este modelo, dieron un giro de ciento ochenta grados a su discurso en cuanto el Covid-19 empezó a percibirse como una amenaza. Quienes habían defendido hasta la saciedad la necesidad de reducir el gasto público, los recortes en servicios esenciales como la sanidad, la mayor eficiencia de lo privado y la mano invisible (del mercado) como solución a todos nuestros problemas, pidieron ayuda a “papá Estado”, empleando sus propios términos, para hacer frente a la pandemia.
De repente, todo lo que nos habían recetado para afrontar los grandes retos de nuestro tiempo se ha quedado obsoleto. Ya no es el mercado sino el Estado quien tiene capacidad de resolver esta crisis. Pues claro. Solo hay que leer los decretos aprobados por el Consejo de Ministros desde que se declaró el 'estado de alarma' para comprobar que no hay instrumento más eficaz que el aparato gubernamental para reordenar los recursos disponibles en favor de quienes más los necesitan. En este caso, los afectados, los grupos de riesgo y, por extensión, el conjunto de la población. Porque de cuánto seamos capaces de reducir los efectos dañinos de esta pandemia depende nuestro futuro como sociedad.
Y si el Estado es la herramienta más eficaz para hacer frente a la actual crisis sanitaria, también lo es para enfrentar otras como la habitacional, la climática o la de refugiados, por ejemplo. Quienes teorizan (o teorizaban) lo contrario son muy conscientes de que al hacerlo no están defendiendo los intereses de las mayorías sino de esas minorías que prefieren engrosar sus patrimonios a costa de ahorrarse impuestos destinados a financiar los servicios públicos.
La diferencia ahora es que esas minorías, y los intelectuales que legitiman sus privilegios, tienen un interés en común con el resto de la sociedad: derrotar al virus. No por solidaridad sino por puro egoísmo. Porque a diferencia de problemas como el de la vivienda o el cambio climático (que por razones económicas o ideológicas consideran que no les afectan), en este caso sí sienten que el virus amenaza su bienestar. Por eso recurren al Estado, a ese que tanto temen cuando se trata de intervenir en contra de sus intereses.
Pero no ha sido este el único mantra que el coronavirus se ha llevado por delante. Para empezar, ha terminado con esa visión tan estrecha de 'libertad' de la derecha, que contempla única y exclusivamente la libertad del individuo al margen de todo lo demás y que sintetiza perfectamente la célebre frase de Aznar: “¿Y quién te ha dicho a ti las copas de vino que yo tengo o no tengo que beber?” Hoy sería inconcebible que quienes incumplen sin justificación las restricciones no reciban la sanción correspondiente. O que alguien pudiera considerar esas multas como una medida recaudatoria. La prioridad es proteger la salud y si para ello hay que reducir las salidas a la calle, todos debemos hacer ese sacrificio. De la misma manera que a nadie se le ocurriría acusar al alcalde Martínez-Almeida de querer “hacer caja” cuando hace unos días sacaba pecho de que en Madrid se hubieran cuadruplicado las multas a quienes no respetaban las limitaciones.
Otra idea que ha quedado desechada es que se puede hacer negocio con cualquier cosa. Hemos visto que los servicios públicos que nos salvan la vida en situaciones como esta no pueden depender de una cuenta de resultados. Deben estar disponibles para todo aquel que lo necesite. Ante esta emergencia sanitaria, nadie podría defender que los recursos de la sanidad privada no se utilizaran también para atender a los afectados, tal y como ha hecho el Gobierno. Sin embargo, antes de esta crisis era habitual escuchar a sesudos “expertos” señalando las bondades de privatizar el sistema público de salud. Todo ese discurso (absurdo y antisocial) también se ha venido abajo.
Por si todo esto fuera poco, esta situación ha invalidado para siempre aquello que afirmaba Margaret Thatcher, madre del neoliberalismo, de que “la sociedad no existe, solo existen hombres y mujeres individuales”. Los aplausos de cada tarde demuestran que no es cierto. Nos quedamos en casa para protegernos no solo a nosotros mismos sino también a los demás. El confinamiento nos ha hecho conocer a nuestros vecinos, de balcón a balcón. También valorar el trabajo de quienes nos permiten sobrevivir al encierro.
Ahora sabemos que el papel higiénico no siempre estuvo ahí. Alguien tuvo que fabricarlo, transportarlo, descargarlo, desembalarlo y colocarlo en los estantes. Las personas que forman parte de esa cadena reciben nuestro aplauso todos los días a las 20:00 h., junto a sanitarios, policías, dependientes, maquinistas, conductores de autobús, trabajadores de la limpieza y un larguísimo etcétera. A todos ellos y a todas ellas les debemos la vida.
La crisis desatada por el virus está cambiando nuestra escala de valores. Las soluciones individualistas cotizan a la baja. Ahora ya sabemos que para salir de esta tenemos que cooperar. Saldremos en común.
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