Los cuidados, un vector de desarrollo social y democrático
La división sexual del trabajo es, seguramente, la principal causa de la desigualdad de las mujeres y a combatirla lleva el feminismo dedicado mucho tiempo. La división sexual del trabajo es tan profunda que es un pilar de toda cultura, construye el mundo y construye subjetividades. Es lo que hace que las mujeres nos dediquemos a cuidar de manera supuestamente desinteresada, que nos construyamos como seres para otros y que la idea de cuidarnos y querernos a nosotras mismas parezca egoísta. Esa división sexual del trabajo supone que las mujeres pongan el cuidado de otras personas por delante de todo, por supuesto, de su propio bienestar. Decía Rousseau que el altruismo femenino es un pilar socialmente necesario, así pues, según el filósofo, es obligatorio.
Desde otros puntos de vista más amables se nos ha dicho que ese trabajo de cuidados es muy importante y valioso, que somos el ángel del hogar... Y todo ello es verdad: ese trabajo es socialmente necesario y es por ello valioso. Pero nada de eso nos ha servido a las mujeres históricamente para tener recursos que nos permitan elegir cómo vivir para estudiar, crear, mandar, para sentirnos seguras, para que no nos maltraten y asesinen y, sobre todo, eso tan importante no lo es lo bastante como para que se incorpore al acervo de lo humano en igualdad con lo humano masculino; para que se incorpore -desde nuestra experiencia, claro está- a los mitos, a la cultura, a lo simbólico, al lenguaje, a la política... No estamos en ninguno de esos sitios porque estamos haciendo eso tan importante que es cuidar a otros, queramos hacerlo o no.
En todo caso, la pandemia ha puesto de manifiesto algo que las feministas ya sabíamos, que Rousseau tenía razón: es una necesidad social, alguien tiene necesariamente que hacerlo. Pero los que deciden qué es importante y qué no, porque tienen libertad y tiempo para imponer su visión del mundo, han decidido que ese cuidado no lo es y han decidido que lo hagan otras, las mujeres. Y seguimos haciéndolo de manera gratuita y sin esperar otro reconocimiento que el halago social. Si, por el contrario, lo hacemos como trabajo remunerado entonces es muy barato y está muy devaluado. Cómo se va a pagar caro aquello que abunda gratis. Y, finalmente, nada de eso nos hace felices. Ningún ser humano es feliz con una vida que se basa en la permanente renuncia a una misma. No hacía falta que viniera Betty Friedan con 'La mística de la feminidad' a demostrarnos que nadie es feliz viviendo para otros todo el tiempo, por muchos besos que nos den a cambio. La insatisfacción de las mujeres con la desigualdad es causa histórica de múltiples trastornos de todo tipo y es causa, sobre todo, de la lucha feminista.
Acabar con la división sexual del trabajo, acabar con una mitad que cuida y otra mitad que se deja cuidar y hace otras muchas cosas, es esencial. Y no vale con que hayamos conquistado el derecho a trabajar fuera si apenas hemos avanzado en el trabajar dentro. No nos vale una sociedad que ignora la manera en que llegan los hombres y las mujeres al mercado de trabajo, en qué condiciones y con qué mochilas. No nos vale trabajar fuera si tenemos que cuidar al mismo tiempo, porque eso no nos hace iguales (ni más felices). Esta situación, tal como está, empobrece a las más pobres, aumenta la brecha de desigualdad, tanto la de género como la de clase, y conculca, además, los derechos de la infancia.
Queremos la mitad de todo y como cuidar es absolutamente necesario, tal y como ha puesto de manifiesto esta crisis y todas las crisis (no hacía falta una crisis para demostrar lo que de sobra sabemos) necesitamos repartir también ese cuidado. Corresponsabilidad, se llama. Se llama democratización de la vida privada, se llama igualdad, se llama estado social, se llama bienestar, se llama justicia, se llama dignidad, se llama libertad, se llama independencia, se llama lucha feminista que da sus frutos. Pero ya lo dijo Beauvoir, llega una crisis y se acabó. Solo que no puede acabarse.
Necesitamos garantizar que la perspectiva de género esté presente en las políticas públicas; necesitamos que se renuncie a la tentación fácil de echar mano de ese ejército de reserva gratuito que ocupará esas posiciones a cambio, de nuevo, de sus propias vidas; necesitamos que no se olvide que no queremos renunciar a posiciones ya ganadas, y con mucho esfuerzo. Necesitamos que las políticas piensen en el conjunto de la ciudadanía y no sólo en aquella parte que puede levantarse, ducharse e irse a trabajar sin más problema porque alguien (una mujer) no puede, precisamente, hacer eso mismo. Los seres humanos hombres están libres de ciertas cargas de la condición humana sólo porque los seres humanos mujeres las llevan a sus espaldas. Necesitamos que las políticas públicas tengan esta perspectiva de género, teniendo claro que todas las políticas tienen un impacto diferente en hombres y mujeres, y que muchas personas con derechos dependen de que alguien las cuide sin robarles la dignidad.
La ley de dependencia quedó lejos de implantarse con los recursos realmente necesarios y de ser considerada un derecho de las personas: a cuidar y a ser cuidada. Y la derecha lo entendió como una oportunidad de negocio. Hay que construir una sociedad en la que se entienda que los cuidados son un vector de desarrollo social y democrático. Hay que reconstruir el sistema de dependencia y de cuidado a la infancia como un deber social y como un derecho de todos. Por eso, el cuidado tiene que desprivatizarse, universalizarse y dignificarse. Es necesario un acuerdo social y político por el cuidado. Para que todos y todas podamos cuidar a quienes queremos; para que todos y todas seamos cuidados cuando lo necesitemos y para que la sociedad en su conjunto sea más libre, más igualitaria, más digna, más humana y más democrática. Y seguramente más rica. Aprovechemos este momento para fortalecer la igualdad y no para debilitarla, para ponernos al nivel de los países más avanzados del mundo (aquellos que invierten en igualdad de género).
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