La Medicina Pública en España se ha puesto a prueba en este tiempo de pandemia. Ha mostrado fortalezas y debilidades. La fortaleza de una tecnología de vanguardia, profesionales competentes y comprometidos, afrontando con eficacia y organización esta crisis sanitaria. La debilidad, como consecuencia de años de recortes con reducción de plantillas, contratos precarios, sobrecarga de funciones; Atención Primaria masificada con tiempos insuficientes para una atención adecuada, y la saturación de hospitales y listas de espera crecientes. Tenemos que sentirnos orgullosos de “nuestra sanidad pública” pero debemos ser conscientes de que nada es inmutable y si no se la cuida y se potencia, el sistema se colapsará.
Desde hace tiempo, los hospitales han servido como sustituto de unos Servicios Sociales insuficientes en nuestra sociedad. Con frecuencia, muchos enfermos mayoritariamente ancianos, con múltiples dolencias y enfermedades crónicas, a menudo asociadas a problemas sociales, −soledad, dependencia, trastornos cognitivos, trastornos neurodegenerativos, demencias, etc.− acuden al hospital como último recurso de subsistencia.
Estos enfermos entran en un bucle de visita a Urgencias, valoración médica, que halla pocas razones objetivas de ingreso pero, reconociendo problemas médicos crónicos y sociales, proceden al ingreso; estancia hospitalaria; intento de resolver problemas médicos, a veces insolubles, con tratamientos y diagnósticos costosos, muchas veces innecesarios, que no suelen proporcionar beneficio real a los enfermos, ni satisface sus necesidades. Tras una estancia breve, retornan a su medio, para que al poco tiempo, ante una situación insostenible, se cierre el círculo volviendo al hospital. Esto supone un derroche económico, desgaste de los equipos médicos, que ven inútil su trabajo, y la sensación de los afectados de que no se resuelven sus problemas.
Los Servicios Sociales en nuestro país son precarios. Ante un problema social, los médicos solicitamos su ayuda. Los trabajadores sociales en su mayoría, vocacionales, empáticos y con voluntad de resolver problemas, se topan con limitaciones: escasez de plazas en residencias y ayudas a domicilio, ausencia de una red asistencial social distribuida por sectores, que proporcione atención a las situaciones particulares, y también la negativa o falta de resolución del enfermo, al que no le satisface lo que se le ofrece.
La sociedad española cada vez está más envejecida. Debemos considerar qué hacemos con la vejez, la dependencia y la discapacidad. Pronto o tarde, en el mejor de los casos, todos seremos dependientes; en el peor, la muerte se adelantará.
Hasta ahora ha habido tímidos intentos, promovidos por el presidente José Luis Rodríguez Zapatero, con la ley de ayuda a la dependencia del 14 de diciembre de 2006, que tuvo una considerable importancia para la extensión de los derechos de la ciudadanía. No obstante, es necesaria una revisión y actualización de esta ley para hacerla más ágil y efectiva, pues su excesiva carga burocrática y las singularidades de cada zona, aparte de la crisis económica del 2008 y el rechazo del gobierno del PP en los años siguientes, la hizo poco operativa.
En un mundo cada vez más complejo, con el abismo intergeneracional y la dinámica social, es necesario proporcionar ayuda a los más vulnerables para que no se descuelguen de la vida social. Es un derecho y una obligación de la sociedad no dejarles en soledad con su propia debilidad creciente.
¿Cuántos ancianos mueren solos en su domicilio, sin asistencia? ¿Cuántos son cuidadores principales de un cónyuge que se deteriora con una enfermedad de Alzheimer, sin recibir ninguna ayuda? ¿Sabemos los suicidios ante una situación insoportable? Sin duda, esta pandemia va a poner en carne viva este problema.
Una sociedad avanzada, humanitaria, no puede negar esta evidencia. Es necesario un Servicio de Social para la Dependencia y la Vejez, que dé acogida a este colectivo poblacional del que alguna vez seremos miembros. Hay dinero en la sociedad. Lo injusto es su destino y distribución. Mientras se gaste en armamento, que nadie diga que no hay dinero para eso.
Un Servicio Social para la Dependencia y la Vejez, como sostenía hace años el economista Viçent Navarro, crearía riqueza, bienestar y justicia social, y multitud de puestos de trabajo −él lo cifraba en seis millones−, fisioterapeutas, gericultores, psicólogos, enfermeras, etc. Una red de ayudas personalizadas, variadas: desde residencias de muy dependientes, a otras de ancianos independientes, pisos con servicios comunes, o asistencia a domicilio para cada necesidad, etc.
Si esto no lo hace un Estado social, llegará la “iniciativa privada”, los que ven negocio en la debilidad y ya nada será lo mismo. Ahora tenemos una oportunidad para llevar a cabo esta colosal reforma social en España. Pronto será ya tarde.