En los últimos días han aparecido en los medios de comunicación diversas noticias sobre una presunta “trama inmobiliaria millonaria” en torno a varias fundaciones relacionadas con la Iglesia Católica: la Fundación Fusara, la Fundación Molina Padilla, la Fundación Santísima Virgen y San Celedonio y la Fundación Chávarri.
¿Qué ha sucedido para que en los medios de comunicación estas fundaciones aparezcan vinculadas con actuaciones presuntamente ilícitas en lugar de con la labor fundacional para las que fueron creadas?
Algunas personas de diverso rango relacionadas con esas fundaciones han sido acusadas de llevar a cabo operaciones financieras contrarias al mandato de sus fundadores y perjudiciales para sus beneficiarios, mientras, en otros medios, esas personas defienden sus actuaciones como legítimas y liberadoras de recursos retenidos que ahora permiten mejorar el impacto sobre los beneficiarios.
Si hay alguna actividad irregular o delictiva, será la justicia quien lo determine y establezca las responsabilidades, pero en el camino, inevitablemente, una nueva sombra de sospecha caerá como una gota de agua en el vaso de la desconfianza social hacia las fundaciones.
Irregularidades y delitos existen en todas las actividades humanas, pero la actual regulación de las fundaciones establece una serie de controles con el fin de garantizar el cumplimiento de los fines de interés general para los que fueron creadas. Las fundaciones disponen, pues, de pautas de actuación, aunque los obligados a cumplirlas (gestores, patronatos y protectorados) no las ejerzan siempre con la diligencia exigible a la luz de la legislación vigente y de actuaciones como las comentadas.
Cualquier fundación tiene tres estadios de responsabilidad: la de sus gestores profesionales, la de sus patronos y la de la propia administración.
Respecto al primero, durante muchos años se ha insistido desde el sector en la necesidad de gestionar profesionalmente, huyendo del voluntarismo, todas las fundaciones para preservar el fin de interés general, administrar su patrimonio y atender a los beneficiarios con vocación de permanencia.
Conviene recordar que el sector fundacional emplea a más 260.00 personas, genera un gasto superior a 8.000 millones de euros, atiende a más de 35 millones de beneficiarios y representa cerca de un 0,8% de nuestro PIB. Se trata, por tanto, de un sector altamente profesionalizado que no puede eludir las obligaciones que cualquier persona al servicio de las fundaciones contrae ni tampoco sus responsabilidades legales.
En un segundo estadio están los patronos, con un alto nivel de responsabilidad como gestores de intereses ajenos, y a los que se les exige que actúen con la diligencia de un representante leal, ya que la ley los hace responsables de los daños y perjuicios que pudieran causar a la fundación por actos ilegales o negligentes. Por su parte, las fundaciones deberían ser conscientes de la importancia de seleccionar a los patronos adecuados, trasladarles qué se espera de ellos, formarles si esto es necesario y evitar todo conflicto de interés. El cargo de patrono es gratuito, pero eso no lo convierte en un cargo meramente honorífico.
El Patronato es el máximo órgano de gobierno y administración de la fundación y, sin invadir las competencias atribuidas a los gestores profesionales, tiene la obligación de supervisar la gestión de la fundación en todos sus aspectos, no solo el patrimonial, cumpliendo con los procesos internos de rendición de cuentas que procedan en cada caso.
Las fundaciones no tienen un dueño identificable, son organizaciones orientadas a cumplir un fin de interés general (y muchas veces social). Su patrimonio está afecto al fin y no puede hacer otra cosa más que cumplir su misión de la que, muchas veces, depende el bienestar de personas concretas. Al no tener dueños identificables (los patronos no lo son), estas organizaciones necesitan ser tuteladas, de ahí que su órgano supervisor sea un Protectorado. Existen Protectorados en las Comunidades Autónomas y uno estatal (actualmente, en el Ministerio de Cultura), fundaciones bancarias aparte, para atender a las fundaciones según su ámbito territorial de actuación.
Las fundaciones deben presentar al Protectorado (tercer nivel de control) su plan de actuación y presupuesto antes del inicio de cada ejercicio, y la rendición de cuentas una vez concluido. Su actividad está sujeta a un sistema de autorizaciones y comunicaciones administrativas. No se trata de un control meramente burocrático, ya que se concede al supervisor el acceso a la información relevante que le permita cumplir adecuadamente la alta misión que el legislador le ha atribuido, que no es otra que garantizar el cumplimiento de la voluntad del fundador materializada en los fines de interés general, así como la legalidad en la constitución de la fundación y su funcionamiento.
Los hechos de los que los medios de comunicación han informado ponen en evidencia, una vez más, la importancia que debe atribuirse a la función del protectorado, que requiere una especialización jurídica y económica que ha de ser ejercida independiente y profesionalmente. En algunos casos, se da la paradoja de que supervisor y supervisado sean el mismo, sin que nadie aprecie la existencia de un conflicto de interés, cuando, por ejemplo, un representante de la administración general del Estado o de una Comunidad Autónoma, se sienta en un patronato cuyo protectorado es ejercido por la misma administración. La necesidad de revisar y reforzar el modelo de protectorado es una de las cuestiones que la Asociación Española de Fundaciones viene reivindicando desde hace tiempo
Volviendo al principio de este artículo, ¿qué ha pasado para que estos días no se hable de la labor social de ciertas fundaciones sino de su supuesta implicación en asuntos, como mínimo, opacos? La respuesta más probable es que han fallado los tres niveles de supervisión fundacional. Esto nos obliga al abordaje de la necesaria reforma de la regulación del sector, más aún en unos tiempos como los que actualmente estamos viviendo, donde la labor de las fundaciones constituye una imprescindible tarea que complementa las obligaciones de las Administraciones Públicas.
Desde la Asociación Española de Fundaciones (AEF) emplazamos a todas las personas e instituciones concernidas en este asunto a ponernos manos a la obra. Necesitamos un desarrollo legal que garantice la seguridad jurídica de las fundaciones y que preserve la reputación del sector fundacional. Se lo debemos a las miles de personas para las que trabajamos día a día desde las fundaciones.