Lecciones de la reforma fiscal de 1977
En este mes de diciembre en el que, como viene sucediendo todos los años desde hace más de cuarenta, se ha conmemorado el aniversario de la aprobación de la Constitución, podría inspirar reflexiones de provecho para la actualidad recordar la primera reforma fiscal de la democracia.
Supuso su hito inaugural la Ley de Medidas Urgentes de Reforma Fiscal, aprobada por amplísima mayoría y presentada ante el Congreso en la tarde del 25 de octubre de 1977, fecha de particular relevancia tanto política como simbólica para nuestra historia, porque por la mañana se habían firmado los conocidos como Pactos de la Moncloa y, en el principio de la sesión del Congreso, se había aprobado por unanimidad, con el gesto solemne de ponerse en pie todos los parlamentarios, la adhesión a una resolución del Senado por la que se solicitaba el retorno a España del Guernica de Picasso.
En una primera tanda reformadora hay que agrupar, junto a la ley de 1977, sendas normas de 1978 creadoras de un nuevo Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas, concebido como impuesto global, personal y progresivo que absorbiera los impuestos reales o de producto que se venían arrastrando del franquismo, y de un Impuesto sobre Sociedades que modernizara la inoperante imposición sobre personas jurídicas de la dictadura y suprimiera exenciones y privilegios carentes de utilidad para promover la inversión creadora de empleo.
Pero el primer ciclo reformador completo, en el que se pretendió establecer un sistema tributario semejante al que había implantado la socialdemocracia europea en la mayoría de países de nuestro entorno tras la Segunda Guerra mundial, abarcaría hasta finales de los 80, e incluiría, entre otras piezas esenciales, la creación de un nuevo Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones, la modernización del aparato administrativo encargado de la gestión y control de los impuestos y la introducción en nuestro ordenamiento del Impuesto sobre el Valor Añadido, así como el ajuste a las directivas de Europa de los Impuestos Especiales, estos dos últimos apartados obligados por la incorporación a la Comunidad Económica Europea. A partir de finales de los 80, y sin haber rematado el establecimiento de una fiscalidad propia de un Estado de Bienestar social, se inició su desmantelamiento como consecuencia del creciente predominio del neoliberalismo tanto en España como fuera de nuestras fronteras.
La separación entre ambos ciclos reformadores no coincide de modo exacto con el color político de cada Gobierno. Los primeros pasos de una fiscalidad en la que se otorga prioridad a la redistribución de la riqueza y a la progresividad del sistema (“la regla de oro de la nueva Hacienda española”, según palabras que pronunciara el ministro Fernández Ordóñez en la sesión plenaria del 25 de octubre de 1977) son dados por un Gobierno de UCD y profundizados por el primer Gobierno del PSOE. Y es el propio PSOE el que desde finales de los 80 comienza a desmantelar ese modelo tributario, acometiendo tal tarea ya a fondo los Gobiernos del PP presididos por Aznar.
Se arrincona el principio de progresividad por una concepción de la eficacia, aparentemente fundada en razones económicas, técnicas y jurídicas, pero que de manera no casual cae siempre del lado del alivio fiscal a las rentas altas y las grandes empresas. Los nuevos Gobiernos del PSOE presididos por Rodríguez Zapatero y con el señor Solbes al frente de Hacienda continúan con esa tendencia. Siguen reduciendo tramos en el IRPF con rebaja del marginal máximo, consolidan en la ley de 2006 un impuesto dual que privilegia las rentas de capital, reducen tipos del Impuesto sobre Sociedades y suprimen, por primera vez en democracia, el pago del Impuesto sobre Patrimonio.
De manera que la retórica del enfrentamiento político muy a menudo nada tiene que ver con los hechos.
Precisamente el debate acerca del Impuesto sobre Patrimonio, tan hiperbólico dado su escaso alcance recaudatorio, constituye un buen ejemplo. Es frecuente leer que se creó en la ley de 1977 como figura transitoria con el propósito de responder a una coyuntura económica muy difícil, con una inflación que rozaba el 27%, y de hacerlo desaparecer en cuanto ello fuera posible. Pero lo cierto es que la naturaleza transitoria del primer Impuesto de Patrimonio respondía a que una de sus principales funciones era la de censar la riqueza con el fin de ofrecer información imprescindible para el control de las fuentes de renta en el IRPF que se creó un año después. La idea era que, una vez que existiera un impuesto global sobre la renta, se crease ajustado a él un impuesto definitivo del patrimonio. Lo que se puede comprobar leyendo el documento económico de los Pactos de la Moncloa, en cuyo apartado fiscal se dice literalmente que “el Impuesto definitivo sobre el Patrimonio se armonizará en su estructura al nuevo Impuesto sobre la Renta”. Cosa que finalmente no se hizo hasta 1991.
Y lo suscribieron todos. Por supuesto, UCD, el PSOE, el PCE y nacionalistas vascos y catalanes, pero también Alianza Popular, que no firmó el acuerdo político pero sí el de reforma económica.
Tal unanimidad es lo que más puede sorprendernos hoy a la luz del contenido de aquella reforma. En la Ley de Medidas Urgentes se incluyó una regularización voluntaria de contribuyentes, el levantamiento del secreto bancario, se creó la figura hasta entonces inexistente en nuestro ordenamiento del delito fiscal, se regulan las sociedades interpuestas, se establece el Impuesto sobre Patrimonio y se reformula el impuesto de lujo. Añádanse todas las normas posteriores ya mencionadas y previstas en los Pactos de la Moncloa.
En sus líneas básicas, se asumía por la democracia el informe de reforma elaborado por el Instituto de Estudios Fiscales bajo la dirección de Enrique Fuentes Quintana y cuya presentación a Franco provocó la fulminante destitución del ministro Alberto Monreal.
La dictadura franquista fue siempre congénitamente incompatible con cualquier sistema tributario moderno y medianamente justo. Se produjeron en ella varias reformas promovidas por los ministros Larraz y Navarro Rubio que corrigieron algunos aspectos del caos de la fiscalidad franquista, pero sin extirpar sus males más graves, acerca de los cuales había amplio consenso ya en los 60 entre economistas y organismos internacionales. Se trataba de un conglomerado de normas inoperantes, incapaz de aportar recursos mínimos para invertir en servicios públicos e infraestructuras, abiertamente regresivo, con una preponderancia muy marcada de los impuestos indirectos sobre los directos y agujereado por un volumen colosal de fraude, favorecido por sucesivas amnistías fiscales y del que abusaba con plena impunidad la élite económica afecta al régimen.
El feroz odio a todo impuesto que en esta misma élite económica pervive no refleja únicamente su acomodación al neoliberalismo reinante, sino también su tenaz e inveterado desprecio por el interés general y los bienes públicos. Y desde luego tal sentimiento no desapareció en los primeros años de la Transición. El historiador económico Fernando Comín aludía hace unos años en una conferencia impartida en la Universidad de Málaga a las presiones que hubo de soportar el Gobierno de Adolfo Suárez desde las mismas filas de UCD para que suavizara algunos aspectos importantes de la reforma inicialmente prevista.
Pero el hecho es que no se atrevieron a ofrecer una resistencia abierta y que aceptaron cambios de una profundidad que hoy en día algunos calificarían poco menos que de sovietizantes. A lo que sin duda contribuyeron las tendencias entonces dominantes en la esfera internacional, la presión de la crisis económica y la necesidad de hacer concesiones para preservar el grueso de sus privilegios. Pero también, y no en menor medida, la fuerza del movimiento obrero y de la movilización social.
La otra reflexión que tal vez aprovecharía al actual Gobierno, para hacer realidad sus intenciones declaradas, es la necesidad de que la reforma tributaria del presente sea estructural, que afecte a los impuestos centrales del sistema y que huya de un goteo semanal de iniciativas más vistosas que efectivas y poco meditadas que podrían embarcar a la Administración en un fárrago judicial muy costoso durante años, al tiempo que se deja intacto el fondo.
Vístanse despacio, que tenemos prisa.
17