¿Es lícito hurtar a los reporteros gráficos (y a la sociedad) la realidad de la pandemia?
La cobertura fotográfica de la pandemia ha supuesto para los fotorreporteros un laberinto de permisos y prohibiciones en muchos casos arbitrarios, y para la sociedad, una luz de gas sobre el problema ante el imposible control de las consecuencias de la lectura e interpretación de esas imágenes. De entrada, los responsables de hospitales, tanatorios, centros de salud o residencias de ancianos decidieron impedir el acceso a la prensa, una actitud defensiva y hasta cierto punto lógica dado el desconcierto inicial, y al mismo tiempo un seguro para los gestores dado que todo lo que no se ve, no existe para el resto de la sociedad. Al mismo tiempo, el gobierno, en su lógica de administrador social, se posicionó en la misma prudencia restrictiva ante las imágenes, intentando evitar las que podrían servir como combustible político ante el rifirrafe continuo con la oposición. Control, esa es la palabra que subyace en todo el hecho, ¿pero control de quién?, ¿para qué?
Es bien sabido que el poderío de las imágenes reside en la sugerencia que ofrecen a quien las observa, es el espectador quien las interpreta y decide su significado, y es precisamente esa labilidad de la interpretación la que hace que dos personas atribuyan significados diferentes a una misma imagen. Los humanos reaccionamos ante las imágenes de forma diferente según nuestro bagaje bioquímico, cultural, social y nuestro particular ideario personal, lo que amplía casi infinitamente las posibilidades de interpretación. La fotografía documental reduce ese espectro, ya que trata de situaciones de personas y están obtenidas con el presumible rigor ético del oficio del fotoperiodista, aun así, la ideología de cada observador puede, y de hecho lo hace, dirigir la interpretación hacia lados opuestos.
Ante la sola fotografía de féretros almacenados, cada cual puede decidir que son muchos, o no tantos, que están anunciando urgencias necesarias y por tanto es una previsión o una realidad desastrosa e impúdica, que se quieren ver o no, que se deben publicar o no, que el hecho es relevante o que debe primarse el dolor anónimo de los familiares de las víctimas. Cada uno de nosotros posiblemente tendríamos respuestas diferentes según nuestra relación con el problema, nuestra empatía o nuestra conciencia social. Entonces, ¿es adecuado o no el intento de los gerentes de la pandemia en impedir esas imágenes?
Hay alguna respuesta explicada en el sentido de intentar rebajar la tensión lógica del confinamiento; el aislamiento de personas en muchísimas ocasiones hacinadas en pocos metros cuadrados produce estigmas psíquicos, ¿hay que castigarlas además con imágenes duras? ¿Cuáles son las imágenes duras y cuáles no? ¿Dónde está el límite de resistencia particular a esas imágenes? ¿Hasta dónde debe prevalecer el juicio de los administradores públicos o privados sobre la conveniencia o no de su difusión?
Imposible tener una respuesta que abarque al conjunto de la sociedad, sin embargo hay que tomar decisiones sobre la marcha y al mismo tiempo no olvidar que una sociedad aislada es la perfecta situación para imponer medidas unilaterales, propagar bulos y vomitar consignas populistas que terminan por crear un deseo liberador engañoso. Necesitamos volver a creer en nuestra posibilidades, el ciudadano en la dificultad necesaria de la democracia, el periodista en la veracidad obligada de su función, el médico en su labor insustituible, y de la misma forma el resto de los estamentos del esqueleto funcional de un país enredado habitualmente en pequeñas grandes pugnas políticas. Y en cuanto a las imágenes, luces largas educativas hacia un lenguaje que ni siquiera es considerado área de conocimiento, tan solo reconocido como área técnica en la educación, debilitado en su comprensión y lectura por el ruido enorme de su volumen de uso en la sociedad y por la enorme pérdida patrimonial que ha supuesto el descuido en su almacenamiento y estudio.
Ante todo esto solo nos queda aferrarnos a la máxima profesional: “En caso de duda, haced periodismo”.
Chema Conesa es un fotoperiodista de larga trayectoria en El País y en El Mundo. También es uno de los mejores editores gráficos de España y comisario de exposiciones.
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