La lucha contra la desinformación, entre la espada de la manipulación y la pared de la censura
La publicación en el BOE del 5 de noviembre de un llamado “procedimiento de actuación contra la desinformación” y la correspondiente “comisión permanente”, aprobada por el Consejo de Seguridad Nacional y coordinada por la secretaría de Estado de Comunicación (dirigida por el inquietante Iván Redondo), ha levantado una oleada de comentarios y críticas de los medios, los columnistas y la oposición. Aun conociendo que esta orden ministerial (Presidencia) correspondía a documentos inspirados por el Consejo y la Comisión europeos, especialmente al Plan de acción para la lucha contra la desinformación (COM (2018)236) que insta a los gobiernos a tomar medidas urgentes en ese campo y a coordinar sus acciones a escala europea, la alarma venía justificada por la ambigüedad de las definiciones utilizadas, su acumulación de “autoridades públicas competentes” y su débil apelación a la participación social, como amenazas posibles de la eterna pulsión censora de los gobiernos.
La reacción de la oposición de derechas se ha centrado en acusar al Gobierno de querer constituir un orwelliano “Ministerio de la verdad”, atacando frontalmente a la libertad de expresión. Una posición paradójica para un PP que había adoptado unas disposiciones parecidas en 2018 sin publicidad alguna pero que, sobre todo, puso en vigor la llamada “Ley mordaza” desde Julio de 2015, ocasionando lo que Amnistía Internacional calificó como “grave retroceso” de la libertad de expresión, cifrando en más de 74.000 las sanciones impuestas hasta finales de 2017 contra protestas sociales y, en muchos casos, contra informaciones o expresiones periodísticas o artísticas. En cuanto a Vox, su estrategia de veto y amenazas a periodistas y medios de comunicación, junto a su protagonismo en la difusión masiva de bulos y fake news, hacen difícilmente creíble su enfado ante el peligro de censura oficial.
Por lo demás, las respuestas más frecuentes en los medios se han dividido entre quienes consideran que, aunque el problema exista, es mejor dejarlo estar por situarse en un terreno “resbaladizo”, y quienes se remiten a la autorregulación de las plataformas de Internet que ya estarían en vías de conjurar el peligro.
Frente a la primera posición, está el consenso general de Estados y países desarrollados, desde América (con la salvaguarda de la santificación de la primera enmienda en los USA) a Europa u Oceanía, con numerosas leyes nacionales ya en vigor. Por referencia a nuestro contexto, la UE ha llamado la atención desde 2015 al menos sobre una amenaza que va mucho más allá de las fake news, en un concepto de desinformación masificado y viralizado por las redes y dispositivos digitales, que define como “información verificablemente falsa o engañosa que se crea, presenta y divulga con fines lucrativos o para engañar deliberadamente a la población y que puede causar un perjuicio público”.
Desde la investigación académica y desde los ámbitos parlamentarios se ha clamado también en los últimos años por los efectos de esta oleada, incluso antes de alcanzar sus niveles máximos con la llamada infodemia, pandemia de desinformación que atenta al mismo tiempo contra la salud colectiva y la democracia. Así, destacadas investigadoras británicas como Robin Mansell y Sonia Livingstone, señalaban en un reciente estudio de la London School of Economics, “Tackling the Information Crisis” (2019), los “cinco gigantes malvados” que se acumulaban en nuestra época: confusión, cinismo, fragmentación, irresponsabilidad y apatía; y pedían una reacción institucional inmediata: “El tiempo para una decisiva acción para terminar con la crisis de la información es ahora” .
Pero las propuestas para que sean las grandes plataformas de Internet quienes nos defiendan de la desinformación son todavía más polémicas que la acción gubernamental, porque aunque recibidas según beneficien a unos u otros, convierten a estos mastodontes empresariales en censores generales, en gatekeepers en quienes los gobiernos delegan alegremente el poder de diagnóstico social de la verdad y la mentira, renunciando a su responsabilidad de defensa del pluralismo.
La confianza en la autorregulación, centrada en los algoritmos, aumenta estas polarizaciones y las desviaciones de poder que provoca, agravadas en época de pandemia con la retirada general del factor humano encargado de matizar esos controles censores, y sometidas siempre a la presión mercantil de sus enormes beneficios habituales. De esta forma, celebramos la actitud de Facebook, Twitter o Google etiquetando a Donald Trump y sus mentiras o de las cadenas CNN y Fox silenciándole en sus tortuosas acusaciones de fraude electoral (esta última después de cuatro años de celebrar y amplificar su “verdad” paralela), pero investigaciones académicas han revelado que los algoritmos benefician muchas veces a los mensajes racistas frente a los antirracistas, a los sexistas, xenófobos u homófobos frente a los humanistas e igualitarios, que usan lenguajes habitualmente más reivindicativos y agresivos, menos “correctos” políticamente.
Un organismo europeo emblemático como la OSCE (Organización para la Seguridad y la Cooperación Europea), del Consejo de Europa, encargado por la UE de vigilar la independencia del servicio público europeo de radiodifusión, ha proclamado así su preocupación por el uso de la Inteligencia artificial sobre la libertad de expresión y su instauración paulatina de las plataformas como “guardianes de la información”, que según el relator de la ONU,. Philip Alstom, operan en una “zona franca de los derechos humanos”. Como decía Edward Snowden en una memorable entrevista en elDiario.es, se estaban configurando de esta forma los “nuevos sheriffs” de la información global.
¿Cómo conjurar esta amenaza de la desinformación, cada vez más polifacética y peligrosa? (injerencias extranjeras, distorsiones electorales, promoción del terrorismo, discursos de odio, desprestigio planificado de las instituciones democráticas). Desde los organismos internacionales, los parlamentos y los medios académicos comienzan a surgir propuestas sensatas que van en el sentido de una acción integral, internacional y nacional, capaz de aunar la regulación estatal con la corregulación, la defensa cerrada de la libertad de expresión – y de la innovación y la competencia tan escasas en la radiotelevisión o peor aún en Internet (“the winners takes all” o “most”)- con la protección de los ciudadanos de la manipulación informativa sistemática, con especial atención para los sectores sociales más discriminados o vulnerables.
Una política denominada ya como “smart regulation” (Michéle Bachelet, David Kaye, ONU), sustentada en principios de legalidad, necesidad, legitimidad y transparencia, y en la normativa internacional de derechos humanos. Sobre la base de códigos de buenas prácticas obligados para las plataformas, con la participación de la industria de la comunicación y de la sociedad civil, organismos independientes coordinarían la acción contra la desinformación que abocaría en sus casos límites ante los jueces. Además, y a medio plazo, hace falta una alfabetización mediática masiva, investigación acrecentada, desarrollo de “fast check” que descubran y denuncien las campañas falsas, sinergias reforzadas entre los “stakeholders” involucrados.
La ERGA o asociación europea de reguladores independientes de la comunicación ya colabora estrechamente con las autoridades europeas en esta tarea. El gobierno francés ha delegado competencias crecientes de la “Loi Infox” de 2018, en la CSA (Conseil National de l´Audiovisuel) de acreditada independencia, y en similares términos el ejecutivo británico ha confiado nuevas responsabilidades a la OFCOM , organismo mixto entre el audiovisual y las telecomunicaciones, pero con una fuerte e independiente rama sobre la comunicación social.
Pero, ¿qué hacer en España, único país de la OCDE y de la UE que carece de una autoridad independiente y especializada en la comunicación masiva? Reclamada por unanimidad por el Senado en 1995, exigida en el Informe para la reforma de los medios públicos de 2005, prevista de forma inmediata en la Ley de RTVE de 2006 y en la general audiovisual de 2010, el Consejo Estatal de los Medios Audiovisuales es un caso de manual de una reivindicación de la oposición que desaparece en el Gobierno, “capturada” por las dinámicas del poder. El gobierno de Rajoy lo eliminó so pretexto del ahorro y lo subsumió en un organismo auténticamente frankenstein que regula sectores muy diferentes (electricidad, gas, telecomunicaciones, transportes, correos, radiotelevisión…), bajo el manto de la competencia de mercado (CNMC). Pero su autonomía respecto de los partidos y su independencia de los gobiernos han sido muy relativas desde 2013, con muy escasos consejeros con experiencia en el audiovisual y una notable impotencia estructural para ocuparse del pluralismo (por ejemplo en los informes sobre RTVE) que no es precisamente igual a competencia mercantil.
Este pavor de los gobiernos españoles a soportar organismos “cuasi non” gubernamentales dificulta ahora la lucha contra la desinformación, e incrementa las tentaciones autoritarias de este y otros gobiernos venideros. Nos colocamos así entre la espada de la manipulación y el muro de la censura.
1