Montesquieu reloaded
Toda resaca electoral, como es natural, deposita en la tierra firme del debate democrático una gran cantidad de opiniones, declaraciones, diagnósticos, análisis o informes orientados, a menudo, a servir de welcome committee para los que se consideren llegados a buen puerto o destinados a poner orden en las balsas de los que se consideren naufragados. Más ensimismados de lo que muchos quisiéramos, estos intercambios obvian la celebración de un acontecimiento en el que la democracia española es primeriza, y que aportará sobresalientes beneficios para la ciudadanía de nuestro país. Hablo del horizonte de mayorías de geometría variable que se abre ante nosotros y nosotras, que dice mucho de la madurez, el optimismo y la confianza en sí mismo del pueblo español, a lo que me sumo desde esta tribuna.
Soy de las que piensan que los electores no se equivocan votando. De las que comprenden que los ciudadanos, con su voto y la perspicacia que les caracteriza, conocen muy bien los retos en los que se embarcan -y nos llevan consigo a los representantes políticos- con cada llamada a las urnas. El 26 de junio, los españoles han inaugurado un futuro en el que el Parlamento, por fin, será el centro de la democracia, la sala de mandos de las políticas que deban aplicarse para sacar a nuestra gente del abandono, el ágora abierta en la que levantar a pulso, a base de ideas, de diálogo y de justas motivaciones cada mayoría en pos de una reforma o de una ley de nuevo cuño.
Ya no servirán los rodillos. Ya no servirán las componendas a puerta cerrada. Ya no servirán los cambios de cromos. Valdrán la transparencia y la información, con lo que intuyo una nueva era dorada del periodismo y la comunicación. Valdrán la atención y la vigilancia de la ciudadanía, con lo que vaticino una nueva era dorada de la construcción democrática y el empoderamiento definitivo de la sociedad civil. Ya sabemos que hay voces que no lo ven así, que prefieren alarmarnos con que nuestra democracia corre el supuesto riesgo de “italianizarse”. La ceguera es libre y trabaja para el miedo cuando ignora que en países como Holanda, Alemania o Bélgica el multipartidismo lleva décadas aportando contrapesos, equilibrios y una cultura incontestable del debate público que ha llevado a estos países a las más altas cotas de prosperidad. El pesimismo de algunos trabaja para enmudecer a la gente e ignora que en democracias asentadas como la francesa o la norteamericana los gobiernos deben cohabitar a menudo con mayorías parlamentarias que no le son favorables, y no por ello el cielo se derrumba sobre sus cabezas.
Parecíamos abocados a las mayorías absolutas o, a lo sumo, a cómodas mayorías simples con apoyos estables de partidos nacionalistas en este país. Es más, se nos decía que era la mejor de las fórmulas, el mejor de los mundos posibles por eso de que nuestra democracia -aseguraban los guionistas oficiales, hoy desmentidos por la realidad- era demasiado joven e inmadura.
Eso ha cambiado desde el 20 de diciembre y el 26 de junio. Ahora, con independencia de quien habite La Moncloa, existen mayorías contrarias posibles, que pueden intervenir en la conformación de la voluntad popular en sede parlamentaria. Mayorías de geometría variable esperando ser articuladas para aprobar textos legislativos que podrán contar o no con el apoyo del partido que esté en el Gobierno, pero que sin duda el Ejecutivo deberá también implementar, y toca articularlas en favor de la gente, toca remangarse y ponerse a trabajar desde ya para que las instituciones cumplan con la misión de ser útiles a la mayoría a las necesidades e intereses de la mayoría, a la que han dado la espalda durante demasiado tiempo.
Las diputadas y diputados no sólo se concentrarán en la tarea de control al Gobierno, que es la principal en la actualidad, o en enmendar textos elaborados por el Gobierno, que podrían o no tenerse en cuenta, sino que recuperarán su solemne función -esa que entronizara Montesquieu hace 250 años-, la de elaborar leyes, pudiendo hacerse más imprescindibles para sus respectivas circunscripciones y para los territorios de los que provienen.
Hace tiempo que la madurez campaba en la sociedad española. Ahora, también ha llegado al Parlamento democrático español. Toca quitarse el salitre del pasado. Toca prescindir de la venda o dejar de lamerse las heridas. El viento del pueblo, la brisa marina que sucede a la resaca, nos trae el yodo lenitivo de la democracia y del debate abierto. No nos lo vamos a perder. Este es, sin duda, mi primer compromiso.