La independencia y los años dan una perspectiva amplia sobre personas y sucesos y aumentan tanto la comprensión hacia los demás como el rechazo de actitudes y formas de actuar hipócritas, mezquinas o interesadas. Pero, lógicamente, esta decisión tiene su coste. No solo por tener que afrontar las dificultades en solitario, sino por competir con las muestras de simpleza y falta de rigor de algunos que, confieso, pese a todo lo que llevo vivido, nunca dejan de sorprenderme.
Tomo como ejemplo lo acontecido en las últimas semanas en referencia al hecho de que varios investigados y acusados en diferentes casos de corrupción (Gürtel, Lezo, Púnica..) hayan decidido colaborar tanto en las Comisiones de investigación parlamentarias como en juzgados y tribunales. Algunos tertulianos o columnistas, según los casos, han dado en apuntar que todo lo malo que le está pasando al Partido Popular -imputados que afirman la supuesta financiación irregular, empresarios que relatan cómo pagaban de forma poco ortodoxa al partido para merecer sus favores, e incluso responsables de las entidades intermediarias entre unos y otros- tiene su origen y desarrollo en el juez que inició este proceso allá en 2009 (yo). Hasta el punto que me hace recordar aquel día de febrero de ese año cuando el hoy presidente del Gobierno pronunció una frase que se ha hecho emblemática: “No es una trama del PP, es una trama contra el PP”.
Fieles a esta línea, aunque la realidad sea tozuda y muestre un paisaje desolador para quienes confiamos en que los políticos se ocupen de resolver de la mejor manera posible los asuntos de la ciudadanía, los voceros de la caverna cargan contra el primer mensajero para intentar ocultar el hedor que subyace en estos casos. Uno piensa que esa no debe ser la labor de la prensa, por cuanto el periodista debe buscar la verdad y profundizar en los casos de corrupción, por ejemplo, y no ocuparse de lavar la imagen de quien se la ensució a sí mismo o consintió que se produjera el hecho cargando contra quienes aportan datos para que resplandezca la verdad.
Asistimos a las declaraciones de imputados y acusados que han decidido colaborar con la Justicia. Sus nombres podrían ser Correa, Pérez, Costa, Granados… amén de empresarios y otros protagonistas más o menos relevantes que han confirmado lo que se veía venir, que el Partido Popular está manchado por la suciedad del dinero público y privado, utilizado de forma poco edificante para la sanidad democrática de España.
Han hablado en sede judicial y en sede parlamentaria (Congreso de los Diputados y Corts Valencianes) y aún tienen ocasión de seguir haciéndolo. Sin embargo, esto les parece mal a quienes ya tenían establecida una “verdad” a la medida. Repudian estos aportes, los tachan de extemporáneos y por ello deciden que son inocuos. Y por curiosidad debo inquirir ¿Cuándo consideran que serían más oportunos esos testimonios? Si quienes los prestan, disfrutan de la presunción de inocencia ¿por qué ha de ser mal momento el juicio oral, que es precisamente el señalado para culminar el proceso penal? Se diría que, con estas críticas, lo que pretenden es degradar ese mismo acto y que callen para siempre.
El método que emplean quienes así actúan, ignoro con qué interés, si bien parece coincidir con el de la formación política aludida, es realizar una caza sistemática a quienes declaran para restarles credibilidad. Pero lo adecuado, por el contrario, sería acoger la oportunidad de su testimonio, contrastarlo con otros medios de prueba y someterlo al criterio del juez o del tribunal, que actuará según proceda en derecho.
Estos “falsos paladines” se contradicen al celebrar la ética de los presuntos culpables cuando no hablan y al denigrarlos cuando deciden a hacerlo. Ello me lleva a considerar que este tipo de opinadores aparecen sumisos ante el poder de turno, afectados y solícitos a sus requerimientos de presentar una defensa numantina en detrimento de la transparencia.
Una transparencia que este tipo de periodismo desmerece y se diría forma parte de una rueda diabólica: mecidos por el poder con el que se les ve en buen acuerdo, tratan mejor o peor a quien no se mueve en la foto y según aguante el tipo. Si no apuntan hacia arriba serán unos valientes mientras guarden las esencias del complejo criminal en el que se vieron envueltos. Pero, ¡ay si se atreven a romper el pacto! Serán apartados socialmente y denostados en público en el escaparate mediático que controlen estos sujetos de la pluma y la verborrea. Los presuntos autores que se atrevan a apuntar a los máximos responsables pueden darse por condenados desde determinados medios tanto por haber quebrantado las reglas de la legalidad, como las de la ilegalidad.
Hablaré ahora del caso Gürtel y de Ricardo Costa. Según ellos, este político valenciano tenía como papel predestinado en el juicio que le afecta asumir lo que le cayera y ser condenado. Sin duda era preciso un culpable para que el Partido Popular consiguiera su “Roldán”. De ese modo, sus correligionarios y, especialmente, el que fuera su presidente y los colaboradores afectados en mayor o menor medida, se veían sanados del estigma de la corrupción. Pero Costa, junto con otros y por muy diferentes razones, rompió el guion y decidió hablar, y lo hizo aportando su verdad.
Sin embargo, a pesar de que es legítimo aspirar a conseguir un mejor trato ante la Justicia, como lo hicieron sin ir más lejos los empresarios coacusados sin que nadie objetara y sin que se llevaran la demoledora paliza que están propinando a aquel, cuando el que fuera Secretario General del PP valenciano, rompe el guion preestablecido, le llueven golpes institucionales y menos institucionales con una coordinación sorprendente. La venganza contra los suyos es un buen argumento.
La reflexión que se me ocurre es: ¿Acaso estamos tan viciados que no somos capaces de asumir la contrición, el arrepentimiento o el intento de jugar limpio? Es aquí donde se vive de nuevo la paradoja: Se asume como bueno, al estilo norteamericano, un pacto previamente construido soterradamente entre fiscal y abogado, pero si la colaboración es a la vista de todos se buscan supuestas estrategias ocultas, alianzas espurias y contaminantes, para acabar con la iniciativa. Esta contradicción solo puede justificarse si se parte de la constatación de la cobardía de quienes son incapaces de dar un paso de dignidad hacia adelante si ven perturbadas sus conciencias, bien asentadas en el confort gracias a tragaderas insondables.
Las actitudes que nos agradan parecen las más convenientes, pero no necesariamente son las más justas ni las más certeras. La cooperación con la justicia nos acomoda si la podemos emplear como ariete contra los oponentes, pero si no tiene esa utilidad se califica de perversa, interesada o fraudulenta. Si el Código Penal proclama en diferentes artículos que la colaboración de los presuntos responsables en el descubrimiento de delitos asociados a la corrupción, el blanqueo de dinero u otros se traduce en una rebaja sustancial de penas para quienes la ejecuten, ¿por qué escandalizarse cuando esa decisión con posibles efectos incriminatorios en otros se produce en sede de juicio oral?
Definitivamente creo que la razón nada oculta es que tenemos una moral a la medida para cada caso. Si nos viene bien, nos parecerá idóneo defender un determinado mecanismo de colaboración. Si no, lo denostaremos. Los principios quedan olvidados hasta que convenga de nuevo sacarlos a relucir. A lo largo de mi vida profesional he visto cientos de casos en los que la colaboración ha tenido lugar y en ninguno de ellos el proceso mental y psicológico del sujeto ha sido el mismo. Unas veces se ha producido por la habilidad del investigador al motivarlo; otras, por las evidencias en contra del afectado; en ocasiones al verse acorralado por otras pruebas; o por la valoración de lo que se esperaba y lo que a cambio se podía obtener..., pero siempre, absolutamente siempre, el colaborador acusado o imputado busca algo. A veces, incluso el reconocimiento social o el de su familia o la reafirmación política ante algo que hizo mal y trata de remediar.
El problema es que aquellos aficionados a la evaluación juegan la partida en ambos lados de la mesa y, por ese interés, consienten la existencia de la corrupción. Trazan el círculo del descrédito en el que introducen a quienes quieren salir de él, luego buscan excusas para que se mantenga cerrado y de esta forma el testimonio de los que quedan dentro no afecte a quienes están en ámbitos intocables. Lo dicho, una moral a la medida.