He estado gran parte de mi vida leyendo literatura escrita por hombres. He amado gran parte de mi vida la literatura escrita por hombres. En mi entorno, a grandes rasgos, no había otra, y yo tardé muchos años en empezar a buscarla. Esto significa que mi construcción del mundo fue incompleta, con una enorme fracción de él silenciada. Ese silencio contenía, entre otras muchas ideas esenciales, la idea de la maternidad.
Mi familia era una familia de mujeres, pero también de hombres. De lo que, al parecer, solo nos pertenecía a nosotras supe lo justo, lo normal: establecido, innombrable y enigmático. Yo leía novelas constantemente, y en ellas atisbé cierta sabiduría de usuario avanzado: la idea de amar y de ser amado, el abandono, el rencor, la infidelidad, el hambre, la traición, la soledad, cómo construir una catedral, cómo viven los pueblos fantasma, la locura, el sexo, la muerte, las batallas entre los hombres, la pobreza de las posguerras, la enfermedad, tuberculosis, neumonía, esquizofrenia.
En los libros que yo leía, a veces nacían niños. Nacían en tres palabras, a lo sumo en una frase. Eran criados en un párrafo. Morían durante páginas enteras, a veces capítulos. Vi nacer más animales que niños en aquellas novelas. Tuve acceso a la representación ilustrada de un embarazo y un parto gracias a los manuales de medicina de mi madre, que yo husmeaba, ávida de conocimiento. Aquella información debía pertenecerme de algún modo, era necesaria, probablemente formaría parte de mi futuro (como formaba parte de mi pasado): igual que amar y ser amada, los pueblos fantasma, las guerras, la enfermedad, el sexo, la locura, la traición, la muerte.
La maternidad existía como concepto, como estatuto; no como realidad contada, explicada, retratada, cuestionada. Se daba por hecho. No me di cuenta hasta más tarde de que era mucho peor que eso: era algo obligado al género, pero no era de interés, no había que escribir sobre ello; era un asunto menor que solo nos importaba a nosotras, porque solo a nosotras atañía. Reconozco que no me molesté en indagar. Asumí el envite. Descubro, ahora, que ni me desconcertó, a mí, intensa lectora de la agitación del alma y del cuerpo, no encontrar ni un solo pasaje sobre la menstruación en toda aquella literatura que yo amaba y que me salvaba, me construía. Ni uno solo. Ninguna de las protagonistas de las novelas que leía de adolescente, luego de joven, tuvo la regla. Ni siquiera si eran personajes secundarios. Si aquello se nombraba, era con un eufemismo retórico, con toda la oscuridad de la mugre al estilo de la familia de Pascual Duarte o a través del trágico misterio lorquiano. Y no me extrañó.
Pero llegaron ellas. Alejandra Pizarnik, Mercé Rodoreda, Carmen Laforet, Virginia Woolf, Marguerite Duras, Blanca Varela, Simone de Beauvoir, Gioconda Belli, Idea Vilariño, Dorothy Parker, Flannery O’Connor, Anaïs Nin, Anne Sexton, Sylvia Plath, Miriam Reyes, Clarice Lispector, Elena Medel, y otras. Y poco a poco fui explorando ese foso. Y me di cuenta de que me interesaban sus vidas, me interesaban sus cartas, sus diarios, como jamás me habían interesado los diarios, las biografías o las cartas de mis héroes literarios, hombres, casi todos. Y empecé a zambullirme en esas vidas, buscando, supongo, una empatía, un reconocimiento, una pertenencia. Leí los diarios de Pizarnik, de Mansfield, de Nin, la vida de Woolf, las biografías de Jane Bowles, de Anna Ajmátova, todas las palabras íntimas de Marina Tsvietáieva, incluso lo que cuentan de Vera, mujer de Nabokov. Fue mucho, pero no fue suficiente porque el vacío había sido largo. ¿Dónde estaba la vida de las mujeres? ¿Dónde estaba escrito todo lo que éramos? Y dentro de ese silencio, también, por supuesto: ¿dónde estaban nuestras menstruaciones, nuestros partos, nuestras lactancias?
Es tan grato decir que algo ha cambiado. Y no me refiero a que las madres de hoy puedan tener en sus manos los manuales de crianza de Carlos González o Laura Gutman, abiertos sobre sus bellas y redondas barrigas. Me refiero a que la literatura se está inundando de lo que antes solo fue un susurro. Gabriela Wiener nos ilustró su embarazo (tan humano, tan cercano) en Nueve lunas; la poeta María Ramos tradujo a Plath en el maravilloso Tres mujeres, esas distintas voces de mujeres al borde de ser madre, al precipicio, y luego ella publicó Siamesas, poemario que habla de lo que para algunas generaciones fue lo más temido, aquello que te destrozaría la vida, según nos decía toda la sociedad: ser madre joven, muy joven, casi como sin querer.
Elvira Navarro comienza La trabajadora hablando de tener la regla y practicar sexo oral. Hay cuentos de Lucia Berlin que son fascinantes y terribles retratos de ser madre y estar sola, de ser madre y estar sola y trabajar, de ser madre y estar sola y beber. Silvia Nanclares, en Quién quiere ser madre, cuenta el largo y complicado proceso de los tratamientos de fertilidad, la realidad más real de esta parte de la sociedad occidental.
He escuchado a la escritora Nuria Labari en un acto leer fragmentos de una obra inédita sobre la maternidad más rabiosa, más profunda, más analítica, más carnal, más irónica, más nuestra. Tengo pendiente mover cielo y tierra para encontrar el descatalogado tesoro que es Maternidad y creación, la antología de Moyra Davey que recoge textos de Lessing, Atwood, Paley, Morrison, entre muchas otras. Y me dejo tantos títulos por citar. Algo ha cambiado; ya no hay silencio. Poco a poco el mundo se va haciendo mundo.
Dijo Virginia Woolf que la mujer extraordinaria siempre vive a expensas de la ordinaria. Pero ambas mujeres son la misma, todo el tiempo. Solo hay que contarlo, y leerlo.