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Oposiciones y selección de jueces

Juicio del caso Unión.

Julio Picatoste

El pasado mes de junio asistí con un compañero, magistrado barcelonés, a una sesión del último ejercicio (oral) de las oposiciones para acceso a la Carrera Judicial que tenían lugar en el Tribunal Supremo. A las puertas de la sala donde se desarrollaban los ejercicios, dos jóvenes y angustiadas opositoras esperaban su turno. Entablamos conversación con ellas tratando de tranquilizarlas, dándoles ánimos, en un intento –inútil, lo sé– de aplacar sus nervios ante una prueba decisiva en sus vidas. Al fin, la primera de ellas es llamada por el tribunal; entramos y escuchamos pacientemente todo el ejercicio. La joven aprobó. Podríamos describirlo así: entró como opositora y salió como juez. Lo único que hizo ante el tribunal fue exponer, durante una hora, unos temas escogidos al azar, cuyo contenido había memorizado previamente a lo largo de unos años de machaconas repeticiones. Aquello fue como lo que Gómez Román, hace muchos años, calificaba de “acto fugaz y falaz”. Lo mismo había ocurrido en el ejercicio anterior: la opositora entra, declama y sale.

A mí, que además de oír su exposición, estuve hablando y cambiando impresiones con ella, me sería absolutamente imposible augurar si aquella mujer tenía o no condiciones para el ejercicio de la función judicial. En rigor, lo ignoraba todo acerca de su real preparación jurídica, si en verdad sabía derecho o era un simple loro recitador, como desconocía también si estaba dotada de capacidad analítica y dotes hermenéuticas o si, por el contrario, carecía de ellas. Nada sabía de su persona, ni de su percepción de la realidad social y económica del país en el que va a administrar justicia. En suma, no tenía conocimiento alguno acerca de las cualidades profesionales que han de esperarse de un juez. Pero lo cierto es que el tribunal tampoco. El tribunal, cuya única exploración de aptitudes de la aspirante se había limitado a escuchar una hora de recitado de unos temas, estaba en las mismas condiciones de inopia que yo. Y, sin embargo, pese a esa ceguera y con ese nivel de desconocimiento, concede su plácet a personas cuyas aptitudes para el ejercicio de la función judicial, en rigor, no le constan.

Me parece incontrovertible que con solo una hora (por cada ejercicio) de declamación memorística de unos temas tomados al azar, ese tribunal no podía estar en condiciones de llevar a buen fin un encargo de tanta trascendencia como es el de la selección de jueces. No puedo admitir que la fortuna coyuntural del “rapsoda jurídico” de unos textos comprimidos y enlatados –las consabidas “contestaciones al programa”– sirva para apreciar las aptitudes de un futuro juez, y que toda comprobación o indagación de las capacidades del aspirante al ejercicio de la función jurisdiccional se agote en ese tránsito efímero. No acierto a entender que con una prueba de esa índole el tribunal esté en condiciones de hacer una razonable prognosis acerca de la idoneidad y talentos de un opositor. O los tribunales tienen de sí mismos y de su capacidad de adivinación un excelente concepto o lo tienen muy pobre de lo que es ser juez y del alcance de la tarea jurisdiccional.

Terminado su ejercicio, y mientras la opositora siguiente velaba armas, abordo a dos miembros del tribunal –mujeres– que salieron de la sala. Hablo con ellas y les expongo las deficiencias de lo que está ocurriendo en unas oposiciones cuyo desarrollo seguía de cerca: criterios dispares en los tribunales a la hora de valorar los ejercicios, las desconcertantes, cuando no inadmisibles o arbitrarias, explicaciones con que algunos de sus componentes tratan de justificar y despachar sus veredictos negativos. Una de las integrantes del tribunal se envaró y, con mohín de ofendida, guardó silencio. La otra balbuceó excusas y terminó por decir que ellos valoraban los ejercicios “en conciencia”. Pero ¿cómo que en conciencia? ¿Pero qué modo de valorar un examen es ese?

He discutido mucho sobre este tema de palabra y por escrito. Pero esta vez he querido reparar en la plasticidad y elocuencia de la imagen que acabo de expresar: una joven que entra en la sala como opositora y sale como juez, con una sola y exclusiva prueba de exposición esencialmente memorística de unos temas en tiempo tasado.

Se mire como se mire, se excuse como se excuse, no es sino la expresión de un sistema extravagante e irracional del que cansinamente se predica, a modo de justificación, una objetividad que lo hace inmune a nepotismos y enchufismos. Sin embargo, en mi opinión, se trata de un sistema que debe ser ya revisado y que, cuando menos, requiere de radicales y urgentes reformas porque todo en él falla: el método selectivo, la composición de los tribunales, el contenido de los programas, la preponderancia de lo memorístico que los propios tribunales fomentan. No se confunda el lector; no estoy abogando por sistemas de designación discrecional donde las afinidades de todo tipo puedan traducirse en acepción de personas, ni por másteres al uso. No; abogo por sistemas que no se reduzcan al simplismo del actual, y que en la medida de lo posible adecuen las pruebas a la finalidad que deben cumplir: la comprobación de las cualidades que habilitan para el ejercicio de la función judicial. E insistiré una vez más; para empezar, y mientras se mantenga este régimen, es preciso grabar los ejercicios orales en prevención de un eventual contraste cuando se haga realmente necesario. Mientras no sea así, los tribunales gozarán de una injustificada impunidad y los opositores estarán indefensos ante hipotéticos errores del tribunal. Porque, eso sí, haberlos haylos.

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