“Lo comprendo. Hay que defender sus derechos. Lo haría también, lo hace también, la Santísima Virgen María”. Son las palabras del arzobispo de Madrid de hace tan sólo una semana. Ahora que la Iglesia Católica apoya la huelga convocada por el movimiento feminista para el próximo 8 de marzo, ahora que el PSOE ha anunciado públicamente que pararán ese día, y ahora que hasta Cifuentes o Arrimadas se han llamado a sí mismas feministas, podemos asegurar que la huelga ya es un éxito. Al menos desde el punto de vista simbólico, estamos ganando la batalla cultural y estamos haciendo que las demandas que hasta hace poco parecían condenadas a la estigmatización y la marginalidad estén pasando a ser de sentido común. En la actualidad el feminismo es seguramente el único movimiento social con fuerza e influencia suficientes para tener un impacto en el debate público y transformarlo: los “yo también”, “yo te creo, hermana” o “yo soy manada”se han erigido en tiempos recientes en mensajes contundentes contra el machismo social e institucional que denuncian el status quo y, a su vez, generan procesos de solidaridad y empatía con efectos multiplicadores.
Estos avances culturales y simbólicos son importantes y tienen la capacidad de calar en cambios reales de transformación de la sociedad. Sin embargo, nuestra lucha no es -únicamente- por lo simbólico. Necesitamos ir más allá. No deja de ser paradójico que algunos de estos relatos, provengan de ciertas organizaciones e instituciones, que llevan tiempo negándose a llevar a cabo políticas feministas.
A todas ellas, que se han visto arrastrados los últimos meses, o semanas, o días, por la ola feminista e intentan surfearla y utilizarla para sus propios fines, les decimos: voten a favor de políticas que nos permitan avanzar hacia un modelo de cuidados radicalmente distinto, porque el que tenemos que está obsoleto, es ineficiente, insostenible y sobre todo injusto; pongan presupuesto para acabar con las violencias machistas, para que así las mujeres tengamos alternativa habitacional y podamos ser independientes cuando nuestras parejas se convierten en maltratadores; echen para atrás la reforma laboral del 2012 que precariza el empleo y genera cientos de miles de contratos a tiempo parcial, de horas, con salarios de miseria y que nos tocan sobre todo a las mujeres; dejen de degradar la educación pública para apostar por la concertada, en la que segregan a niños y niñas y reproducen el modelo heteropatriarcal de sociedad. En definitiva, dejen de llamarse feministas y pónganse de una vez a hacer políticas feministas.
Tenemos también un mensaje para las jerarquías de la Iglesia Católica. Les decimos que dejen de inmiscuirse en lo que hacemos con nuestros cuerpos y nuestras vidas; que dejen de ser dique de contención al ejercicio de derechos como el aborto o de querer, de desear a quien nos venga en gana. Atrévanse, rompan su silencio cómplice y abran de una vez una investigación entre sus propias filas para acabar con la lacra del abuso sexual infantil dentro de su institución. Pongan en cuestión su propia estructura de poder totalmente patriarcal.
A todos ellos les decimos que no basta con los discursos, con los memes, con lo simbólico. En la práctica, la huelga feminista del 8 de marzo va a mostrar al mundo lo que las mujeres ya hace tiempo que sabemos: a pesar de tener derechos sobre el papel no podemos acceder a muchos de ellos. A efectos prácticos, de hecho, muchas mujeres no podrán ejercer su derecho constitucional a huelga y no podrán parar ese día. Y no lo harán porque la precariedad en el empleo es tan grave que no se pueden permitir jugar con su puesto de trabajo. Por ellas, el movimiento feminista propone colgar un delantal en la ventana o en la puerta como símbolo solidaridad y sororidad.
Muchas otras no podrán parar porque cuando sólo una parte de las trabajadoras de un mismo centro de trabajo no vayan a trabajar ese día, la situación de desprotección y riesgo ante represalias será mayor cuando haya otros trabajadores, hombres, que no hayan hecho huelga y puedan desempeñar esos mismos puestos de trabajo. O porque precisamente estamos en los sectores laborales que nos hacen más vulnerables. Como a las trabajadoras del hogar por ejemplo, donde el 90% son mujeres y donde muchas de ellas no están dadas de alta en la seguridad social porque quienes nos gobiernan no han dudado en suspender los derechos laborales de este colectivo. Muchas, finalmente, no podrán hacer huelga de cuidados porque precisamente no hay escuelas infantiles o servicios públicos de atención a la dependencia que puedan sostener ese día algo tan fundamental como la vida misma. Pero precisamente por eso muchas sí harán huelga, para denunciar esto último.
Porque quizás suena desalentador, pero es precisamente por todo esto por lo que la huelga es tan importante y muestra, no sólo en lo simbólico sino en la realidad más tangible, las políticas que necesitamos y exigimos que se desarrollen por parte del Estado, pero que los poderes económicos y políticos se niegan a poner en marcha. Por eso el 8 de marzo también tiene el gran potencial de visibilizar no sólo ante las mujeres sino sobre todo al conjunto de la sociedad, todo lo que hace falta cambiar para poder vivir en un mundo igualitario, justo y sostenible. Más allá de las instituciones o de los poderes públicos que se niegan a poner políticas feministas en marcha, más allá de los gobiernos o de los partidos de quienes se dicen feministas pero luego no hacen nada por los derechos de las mujeres, deberemos poner en práctica desde el movimiento en la calle lo que necesitamos para transformar nuestra realidad, la realidad de todas y todos. Las escuelas infantiles desde nuestros barrios, las casas seguras para mujeres víctimas de violencia, o las redes de solidaridad y sororidad en el empleo remunerado para que podamos defender y ejercer nuestros derechos en iguales condiciones que los hombres, sin duda un avance importantísimo y, aún así, insuficiente. Precisamente porque nuestro poder no puede ser delegado ni condicionado, debemos tomarlo por nosotras mismas. Tomar y hacer en lugar de pedir y esperar. Esa es la fuerza y la potencia que está demostrando el movimiento feminista.