¿Es posible una amnistía en democracia?

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Una cierta idea de prudencia jurídica podría llevar en un primer momento a identificar la amnistía como un cuerpo extraño para un sistema constitucional democrático asentado. Una ley de amnistía evocaría, desde tal perspectiva, momentos de inflexión política o social muy singulares, de ruptura, de transición al menos, entre situaciones de alta conflictividad social y grave anomalía institucional –abuso de poder, vulneración de derechos básicos– y su superación a través de un olvido penal que establece las bases de una reconciliación imprescindible. 

Desde tal planteamiento, se rechazaría que en una democracia avanzada tenga sentido el uso de semejante herramienta: el normal funcionamiento institucional, el Estado de Derecho (social y democrático), dará cuenta, con mayor o menor fortuna, pero con cierta previsibilidad y corrección, a cualquier evento, a cualquier desafío.

A lo anterior se añadiría el argumento de que el Gobierno cuenta con la potestad de indultos individualizados en supuestos concretos, que perdonan, pero no olvidan, esto es, no eliminan el reproche penal de la conducta, pero eximen o atemperan el cumplimiento de la pena. Por otra parte, el Parlamento cuenta también con la posibilidad de aprobar una ley penal más favorable -o derogatoria- con efectos retroactivos. A priori ambos remedios permitirían, tanto al Gobierno como a las Cortes Generales, actuar según criterios de oportunidad política para buscar mejores soluciones que las dispensadas por el ordenamiento jurídico (o, mejor dicho, por sus aplicadores, los órganos jurisdiccionales).

Hasta ahí los frutos de una prudencia apegada a la idea de orden jurídico. Ahora bien, un enfoque constitucional adecuado exige tomar perspectiva, sobrevolarlo a cierta altura para advertir su necesaria convivencia con el (des)orden político. Esta mirada nos sitúa enseguida en un análisis de coste-beneficio: coste para el orden jurídico y beneficio para el orden político, siendo éste el objetivo y razón de ser del primero. En efecto, sin cierto orden político el orden jurídico tendrá enormes dificultades para desplegar sus efectos con la normalidad deseable. En definitiva, hablamos de un “derecho constitucional” que no puede dejar de ser “derecho político”.

Por consolidado que se pretenda un sistema constitucional, siempre podrán darse situaciones políticas para las cuales las herramientas ordinarias no permiten avanzar ni ofrecer mejores condiciones de resolución. La amnistía tiene un precio alto y ha de merecer la pena, nunca mejor dicho.

No hace falta tener simpatía por esta solución, basta con verificar que sea una solución constitucionalmente posible. Y resulta importante subrayar que su correcta utilización no debilitaría en absoluto el sistema democrático. Al contrario, un sistema democrático debe permitirse ser capaz de reconocer situaciones anómalas derivadas de un conflicto político de calado si es que se pretende no enquistarlo.

Si el debate tiene sentido y merece una mirada abierta es porque ninguna de las tres circunstancias que podrían zanjarlo se ha producido. En primer lugar, la Constitución no contiene una prohibición expresa de la amnistía. Frente a quienes entienden que quedaría incluida en la prohibición de conceder “indultos generales” prevista en el art. 62.i) de la Constitución, debería defenderse la distinta naturaleza –formal y material– de ambas instituciones. En segundo lugar, el Tribunal Constitucional nunca se ha pronunciado sobre el alcance de la proscripción del art. 62.i), aunque merece ser destacada la STC 147/1986 –vinculada a la Ley de Amnistía de 1977–, donde se afirmó que “la amnistía no es un fenómeno lineal que pueda resolverse en una serie de principios y técnicas unitarios” y que se trata del “ejercicio de una facultad estatal”, lo que parece sugerir que cada ocasión es hija de su contexto y responderá a sus propias necesidades, sin otros apriorismos. Y, en tercer lugar, porque a diferencia de lo sucedido en otros procesos constitucionales como el de la Revolución Gloriosa de 1869 y el de la II República de 1931 –cuyos diarios de sesiones recogen la discusión sobre la prohibición del indulto general y la permisión de la amnistía–, no existe el menor rastro de debate durante el proceso constituyente de 1978 en relación con el redactado de la actual prohibición ni con el silencio que guarda con respecto a la amnistía.

Cabe insistir en ello: la amnistía es una decisión de política-criminal surgida de una ley orgánica (que requiere una aprobación por mayoría absoluta del Congreso) debatida en las Cortes Generales y preñada de legitimidad democrática directa, que responde a un tiempo y a unas necesidades concretas. Nada obliga a tener que entender que una amnistía reconoce unas actuaciones como correctas o cuestiona la actuación del poder judicial. En cambio, el indulto es una medida discrecional adoptada por el Gobierno –aunque se atribuya al rey– que modifica la pena derivada de un procedimiento judicial por razones humanitarias o de interés general. Lo primero sustrae a los órganos jurisdiccionales la capacidad de investigar y juzgar; lo segundo atempera el resultado del procedimiento.

La justificación en democracia de una ley de amnistía exige, en todo caso, ser conciliable con las ideas de “necesidad” y “proporcionalidad”. La necesidad de la medida en el caso catalán deriva de la constatación del fracaso de todos los mecanismos aplicados hasta la fecha para favorecer un retorno a la normalidad institucional. Tanto la inédita aplicación del art. 155, como la concesión de los nueve indultos contra el criterio del Tribunal Supremo, e incluso la derogación del delito de sedición (alrededor del cual giraba el resto de delitos objeto de condena) se pueden considerar ineficaces en términos políticos. Desde esta perspectiva, sería razonable defender que la posición asumida por el Estado frente al conflicto político-territorial que implicó la celebración del referéndum del primero de octubre de 2017 no habría bastado para resolver de la mejor manera un problema político fundamentalmente pacífico. 

La proporcionalidad de la medida, por su parte, implica respetar el principio de igualdad (lo que lleva a tener que definir bien la temporalidad de la aplicación de la amnistía, así como el conjunto de hechos incluidos, esto es, de sujetos beneficiados por la misma). Ninguno de los delitos que podrían ser amnistiados es de lesa humanidad ni son, por lo tanto, imprescriptibles, de modo que solo supondría avanzar el momento a partir del cual el estado renuncia a su persecución. 

Esas prevenciones y un especial rigor democrático en su comprensión habilitan la amnistía en democracia si es una amnistía justa. Acostumbrados a la aplicación de criterios de política fiscal y de política criminal que, en ocasiones, justifican la excepción a la aplicación de una norma sancionadora, quizás sea el momento de comenzar a hablar de política constitucional.