¿Pueden los impuestos volvernos más sanos? El caso de las bebidas azucaradas
Implantar impuestos que graven el consumo de sustancias nocivas para la salud no es algo nuevo, y lleva siendo utilizado por todos los países en relación al tabaco y el alcohol desde hace tiempo. Las políticas fiscales ambiciosas sobre el tabaco suponen una de las medidas más importantes para la reducción de su consumo, al igual que ocurre con las bebidas alcohólicas; en el caso de las bebidas azucaradas la fuerza de las recomendaciones es más débil porque, entre otras cosas, las experiencias al respecto llevan menor tiempo en funcionamiento.
Según se ha conocido recientemente, el Gobierno pretende incluir en la Ley de Presupuestos Generales del Estado para el próximo año un impuesto sobre bebidas azucaradas. Dado que existen experiencias previas y que su efectividad requiere análisis más profundos que la simple aceptación de la recomendación de la Organización Mundial de la Salud sobre la implantación de este tipo de impuestos, es preciso plantear algunos aspectos antes de asumir estas medidas como netamente positivas.
La efectividad de los impuestos sobre bebidas azucaradas y los impactos sobre la equidad
El consumo de bebidas azucaradas está relacionado con el incremento de la obesidad y el sobrepeso, así como con el desarrollo de enfermedades tales como la Diabetes Mellitus; la efectividad de los impuestos sobre estas bebidas radica, principalmente, en (I) que consigan una importante disminución en el consumo de bebidas azucaradas, (II) que el consumo no se desplace a bienes sustitutos altamente obesógenos y (III) que se consigan generar nuevos hábitos de consumo más saludables y que se mantengan a largo plazo.
Las experiencias en otros países (con datos procedentes de Estados Unidos, México y Francia, principalmente) muestran que los impuestos sobre las bebidas azucaradas tienen una clara capacidad para disminuir el consumo de las bebidas a las que se aplica el impuesto, así como una aceptable capacidad para disminuir la frecuencia de obesidad, aunque aún queda por determinar con exactitud el mantenimiento de estos efectos a largo plazo y la aplicación de estos impuestos en diferentes contextos sociales y económicos. Parece claro, y suficientemente establecido, que empezar a mirar –fiscalmente- a los azúcares como hemos venido mirando al tabaco o el alcohol puede tener efectos directos sobre su consumo.
Más allá de la efectividad de las medidas fiscales en materia de imposición a las bebidas azucaradas, uno de los aspectos fundamentales a abordar es el efecto que estas medidas tendrán sobre las desigualdades sociales. La presencia de hábitos de vida malos para la salud está presente de manera más acusada en clases sociales bajas, presentando un gradiente social; la vinculación de los hábitos de consumo de alimentos con el nivel de renta y el nivel educativo está ampliamente estudiada y es preciso tenerla en cuenta a la hora de implantar medidas fiscales ligadas al consumo de productos no saludables, dado que existe un alto riesgo de que se conviertan en medidas regresivas que acaben siendo mayormente financiadas por las personas más desfavorecidas, con mayor consumo de estos productos y con menor capacidad de acceder a alternativas de consumo más saludable por múltiples motivos. A este respecto, según lo comentado en un reciente artículo publicado en la Revista Española de Salud Pública, la regresividad –o no– de esta medida dependerá de cómo respondan los hábitos de consumo de las clases sociales más bajas al incremento de precio de las bebidas azucaradas y, muy especialmente, a cómo se complemente esta medida con otro tipo de políticas que incidan en revertir este gradiente social.
Si vamos a desarrollar medidas de “fiscalidad saludable”, ¿de qué manera hacerlo?
Por último, son varios los aspectos a ser tenidos en cuenta a la hora de plantear un impuesto sobre bebidas azucaradas; por un lado, debería tratarse de un impuesto ligado a la cantidad del producto, no a su precio, recayendo sobre el fabricante, no sobre el vendedor –o al menos no principalmente–, de modo que su cuantía y su capacidad de influir sobre el consumo no se viera modificado por reducciones de precio que aminoraran su impacto.
Por otro lado, sería deseable que lo recaudado tuviera una repercusión directa en el establecimiento de políticas que, además, ayudaran a revertir el impacto de estas medidas sobre los gradientes sociales, por ejemplo, facilitando el acceso a alimentación saludable y actuando sobre los aspectos sociales que determinan las desigualdades en los hábitos de consumo de alimentos y otros aspectos relacionados con la obesidad y el sobrepeso.
Además, las políticas fiscales que intentan cambiar los hábitos de vida tienen que tratar de mirar más allá e intentar cambiar las condiciones en las que dichos hábitos se desarrollan; es sabido que en promoción de la salud las acciones “corriente arriba” (en los determinantes de salud más globales) tienen mayor capacidad para disminuir las desigualdades en salud, mientras que centrarse en la persona y sus hábitos puede aumentarlas. En el ámbito de la alimentación no basta con la implantación de medidas ligadas a gravar el consumo, sino que habría que mirar directamente a la producción de dichos alimentos y plantear políticas más amplias que ataquen de forma directa al poder de la industria alimentaria en la confección de las políticas en los países de nuestro entorno (en este ámbito existen propuestas de gravar no solo las bebidas azucaradas, sino todos los productos que se sometan a cierto grado de procesamiento).