Una foto vale más que mil palabras. Según la información de casi todos los medios de comunicación de este país, unos 800 jueces y magistrados de Sevilla, Jaén, Córdoba, Cádiz, Huelva y Salamanca salieron a las puertas de los edificios judiciales, provistos de sus atributos –las togas, las puñetas, los escudos y las medallas recibidas–, a protestar por un anuncio de ley, es decir, una res nullius –permítaseme la analogía–, que hipotéticamente iba a tener consecuencias para el desempeño de su poder.
Una vez presentada la Proposición de ley y producido el recorrido parlamentario que nuestra legislación prevé hasta su eventual aprobación (deliberaciones, acuerdos, recursos de constitucionalidad), quedará en manos de los jueces ordinarios la competencia para presentar cuestiones de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional y casualmente les corresponderá pronunciarse a todos aquellos que, revestidos de jurisdicción, entiendan que la ley ya en vigor atente contra las prescripciones o los valores que la Constitución asigna a todos los ciudadanos.
Esta reflexión no quiere tener nada que ver con la bondad o perversidad que pueda atribuirse en su momento al texto legal que las Cortes Generales puedan llegar a aprobar. Por cierto, la mayor parte de los “amotinados”, en expresión de Martín Pallín, convivieron con la amnistía que el artículo 112 del Código Penal reconocía, hasta mayo de 1996, como causa de extinción de la pena y sus efectos.
Esta reflexión tiene que ver precisamente con la división de poderes que los mismos manifestantes dicen defender. Poca legitimidad pueden tener quienes, al amparo de la protección del poder que el Estado democrático les asigna, conspiran contra el poder que el mismo Estado reconoce en exclusiva a los representantes libremente elegidos por los ciudadanos con la finalidad de proveer de leyes justas con vocación de aplicación universal.
El mimetismo que un número significativo de jueces y magistrados asumieron respecto de la posición de un órgano caducado en contra de las previsiones constitucionales y de las recomendaciones de la Comisión de Ética Judicial del propio Consejo del Poder Judicial no favorece la imagen de la justicia. Y desde luego configura a los mismos y a sus impulsores como una suerte de “conspiradores” frente a la Constitución, rayana en el abuso del poder exhibido con sus togas y medallas ante una ciudadanía al menos sorprendida, si no escandalizada.
La legítima rebelión por la referencia a la “judicialización de la política” se transforma en “politización de la justicia”, que dejaría atónito incluso a Justiniano. El sometimiento únicamente al imperio de la ley que establece el artículo 117 de la Constitución, ¿va a ser selectivo?
Nunca fue tan fácil identificar a los individuos que podrian ser recusados para el trabajo jurisdiccional que pueda corresponderles. El medido pronunciamiento de las asociaciones judiciales, afirmando sin rubor que “el Poder Judicial en España es independiente” y que algunas expresiones recogidas en un pacto político “traslucen alguna desconfianza” en su funcionamiento, marida mal con la escenificación que 800 de sus miembros hacen de su independencia para reforzar la confianza exigida de los ciudadanos. ¡Más piedras al propio tejado! El sano juicio se lleva a matar con el pre-juicio de lo que llegue a ser antes de serlo.