Rajoy en Londres o la oportunidad perdida
Sorprende que un proceso como el de las negociaciones del Brexit -sin duda el mayor escollo destituyente que haya conocido el proyecto europeo desde el Tratado de Roma- haya generado tan poco debate público en España. Hubo, es cierto, un arrebato inicial subido de tono sobre Gibraltar- que en seguida fue reconducido y rebajado con buen tino por todas las partes implicadas.
Oficialmente, la posición del gobierno no difiere de la de muchas otras cancillerías y capitales europeas: prudencia, discreción, unidad en torno a las posiciones del negociador europeo, y una hasta ahora exitosa táctica que consiste en esperar los errores, contradicciones e incongruencias de la posición británica que van marcando el ritmo de las negociaciones. El trabajo parlamentario sigue la misma tónica - en la subcomisión del Brexit de momento estudiamos documentación, escuchamos a los expertos (cuyas comparecencias empiezan irremediablemente por un “es imposible saber lo que va a suceder”) y esperamos la información que Bruselas anuncia a cuentagotas y el devenir de los acontecimientos.
Si la prudencia (que se lo digan a cualquiera que haya vivido los últimos meses en España) puede ser buena consejera ante procesos tan delicados y sensibles, no es sin embargo una buena noticia que no exista un grado de conciencia en el debate público proporcional a la importancia de lo que está en juego. En primer lugar, porque, aunque el Gobierno sigue sin tener cifras fiables sobre emigración - pese a nuestros múltiples y reiterados requerimientos - sabemos que Reino Unido es el principal destino de la emigración española. Según los datos de la Seguridad Social Británica, 40.473 españoles/as se dieron de alta sólo en el último año; esto son 110 altas de españoles al día. A estos hay que añadir los que fueron a estudiar o están trabajando sin contrato (que, por desgracia, es algo relativamente común, especialmente en los empleos más precarios).
Reino Unido es también uno de nuestros mayores importadores: el 7,5% de todas las exportaciones españolas en 2016; un 10% de las del sector agrario y ganadero, y hasta un 16% de las exportaciones de hortalizas fueron a parar allí. Además, la salida de Reino Unido de la Política Agraria Común comportará una reducción de alrededor de 7000 millones de euros para España en el próximo periodo. No es por lo tanto descabellado afirmar que el resultado de este proceso de negociaciones -que se siguen produciendo, todo un clásico en Bruselas, a puerta cerrada- afectará decisivamente a la posición de España en la UE, a la de la UE en el mundo, y tendrá repercusiones importantes sobre sectores claves de nuestro sistema productivo y sobre la vida de cientos de miles de compatriotas.
Nos encontramos además ahora en un momento clave del proceso, en que ambos equipos están intentando cerrar con dificultad la primera fase de negociaciones (centrada en el acuerdo financiero, la frontera con Irlanda y los derechos adquiridos de la ciudadanía británica en la UE y la comunitaria en Reino Unido) para poder pasar a negociar el tratado comercial. ¿Pero qué pasará si alguna de estas cuestiones -tan sensibles- no llega a buen puerto, o si como parecen asumir todas las partes implicadas, resulta imposible concluir un tratado comercial antes de que finalice el plazo establecido por el Artículo 50?
Nuestra principal preocupación, en este magma de incertidumbres cruzadas, es que los derechos de la ciudadanía queden secuestrados como rehenes de una negociación a contrarreloj. Según las cifras oficiales hay alrededor de tres millones de ciudadanos comunitarios viviendo en el Reino Unido, y un millón de británicos viviendo en la UE, muchos de ellos en España. Según el registro consular español, hay actualmente 115.000 españoles residiendo en Reino Unido, aunque como las organizaciones de emigrados no dejan de denunciar, es muy posible que esta cifra no represente ni una tercera parte de la real.
Tanto el gobierno británico como la Unión Europea aseguran que su máxima prioridad, por encima de cualquier otra, es garantizar los derechos de los ciudadanos, pero 9 meses después de iniciar las negociaciones sigue sin haber un acuerdo claro en esta materia, y en la práctica, ambas partes siguen utilizando a la ciudadanía como fichas de negociación. Mientras tanto, casi 5.000 comunitarios han sido deportados de Reino Unido sólo en el último año, la xenofobia y los crímenes de odio siguen en aumento, y miles de personas y sus familias viven horas de angustia e incertidumbre sobre su futuro.
Esa situación no tiene visos de modificarse mientras el acuerdo sobre derechos de la ciudadanía siga supeditado a que se alcance un acuerdo global. Si por cualquier otra cuestión -y en vista de los recientes desacuerdos, la lista de posibles razones es extensa- se rompieran las negociaciones en el curso de los próximos meses, o incluso si alguno de los 28 países no aprobara el acuerdo final, miles de personas podrían verse de un día para otro sin derecho a vivir y trabajar en sus lugares de residencia, donde han hecho sus vidas y donde pagan sus impuestos.
Esta no es una cuestión menor. Aun si se supera el escollo de la frontera irlandesa, cuando se empiece a negociar ese acuerdo comercial, serán muchos y muy poderosos los intereses que se enfrenten para redefinir el estatus de las relaciones comerciales entre el Reino Unido y la Unión Europea: hay quien aboga abiertamente por adoptar modelos como el del CETA (tratados comerciales de nueva generación que incluyen la creación de sistemas normativos y jurídicos propios, al margen del ordenamiento constitucional de los Estados) para superar el modelo de la unión aduanera y la libre circulación de personas, pero es evidente que no va a haber tiempo suficiente -ni probablemente voluntad, o quizá capacidad, dada la posición de debilidad actual del Gobierno británico- para concluir un acuerdo de esas características en el plazo establecido.
No es la única cuestión sensible: la renegociación de la Política Agraria Común, por ejemplo, para adaptarse al agujero que dejará el final de las contribuciones británicas, tendrá implicaciones -y despertará intereses- de primer orden en cada uno de los Estados Miembros. En cada una de estas cuestiones, existe el riesgo real de que los derechos de la ciudadanía sean rehenes de una confrontación de grandes intereses, de tácticas dilatorias o amenazas de bloqueo en una negociación comercial que no tiene nada que ver con las necesidades ni con la situación vital de millones de personas que pueden verse atrapadas en un escenario de confrontación política en el que no han tenido, por ahora, ni voz ni voto real.
La visita del señor Rajoy a Downing Street sería una buena ocasión para plantear que el derecho al trabajo, a la residencia, a la movilidad, a que se vean reconocidos las prestaciones y los derechos adquiridos de nuestros compatriotas en el Reino Unido (y también de los británicos que viven en nuestro país) y se garanticen al margen e independientemente de todas las demás cuestiones, para asegurar que la gente no quede expuesta y desprotegida en ninguna circunstancia. Aprovechando la visita, el presidente del Gobierno podría hacer hueco en la agenda también para reunirse y hablar con nuestros compatriotas. Tal vez así entendiera la gravedad de la situación a la que se enfrentan y que es también su responsabilidad velar por sus derechos.