Nos ahorraríamos muchos disgustos si la disciplina económica asumiera su incapacidad para predecir el futuro. Suficientemente complicado resulta ya explicar la realidad económica según acontece, o incluso la pasada, como para determinar con precisión lo que va a suceder. Pero también sería recomendable que, especialmente los organismos oficiales, no se obstinaran en obviar lo evidente cuando no es de su gusto: son varios los indicios que delatan que la débil “recuperación” que inició la economía española en 2014 podría verse interrumpida más pronto que tarde.
Para empezar, tengamos en cuenta que el crecimiento de los últimos años, además de modesto, se debió en gran medida a la confluencia de factores que no dependen de la gestión económica interna. Bajada del precio del petróleo, tipos de interés reducidos o las condiciones que desalientan destinos turísticos que tradicionalmente compiten con España, formarían parte de esos “vientos de cola”. Pensemos ahora, por un lado, que dichos estímulos comienzan a agotarse o ven ya muy reducidas su capacidad estimulante; y por otro, que aparecen nuevos factores externos amenazantes. Las hostilidades entre Estados Unidos y China, o el Brexit, por citar los más importantes, permiten prever complicaciones futuras en el ámbito del comercio internacional. El hecho de que nuestros principales destinos de exportación (Alemania, Italia, Francia o Reino Unido) estén aproximándose al estancamiento económico o incluso a la recesión, es otro indicador en la misma preocupante dirección.
De hecho, desde 2016 se aprecia un progresivo debilitamiento del crecimiento español, ralentización que se hace aún más notoria desde mediados de 2018. A partir de entonces, la demanda interna que dinamizaba el crecimiento previo va perdiendo fuerza, lo que es parcialmente compensado con una mejora en el desempeño de la demanda externa. Pero el mejor resultado externo no supone en realidad motivo de grandes alegrías, ya que se explica sobre todo por la caída de las importaciones, resultado de esa debilidad de la demanda interna mencionada. De recesión inminente a aterrizaje suave, las interpretaciones oscilan respecto a la gravedad, pero el cambio de tendencia parece claro.
Incluso los organismos oficiales, que nunca ven venir las grandes crisis, comienzan a corregir sus previsiones de crecimiento. Redondeando, si desde 2014 hasta el año pasado crecimos a un promedio un poco por encima del 3% anual, prevén que en los próximos años lo hagamos un poco por debajo del 2%. En definitiva, el debilitamiento de nuestra (ya frágil) dinámica de crecimiento es un hecho y hay factores externos que amenazan con agravar la situación. Sobran motivos para la preocupación.
Como advertía al principio, determinar con precisión la naturaleza, magnitud y cronología de una futura crisis escapa de las posibilidades del análisis económico. Pero una pregunta pertinente que sí podemos contestar es: ¿en qué condiciones se encuentra la economía española para encajar una probable crisis? Tengamos en cuenta que la dimensión del destrozo no sólo depende de la fuerza del golpe que impacta, sino también de la solidez del cuerpo que lo recibe. No es lo mismo enfrentarse al lobo con una casa de paja, de madera o de ladrillo. La referencia a la situación previa a la última crisis, resulta inevitable: ¿Es la economía española actual tan frágil como demostró ser la de entonces? ¿Han servido estos últimos años de crecimiento para mejorar nuestra situación de vulnerabilidad?
Lo cierto es que la llamada recuperación no ha colaborado en superar la precariedad de nuestra estructura productiva, porque el crecimiento ha sido más intenso precisamente en ramas que no emplean trabajo cualificado ni aportan altas productividades. Como consecuencia de la profundización de este modelo productivo precario, y en connivencia con un modelo laboral que lo favorece, nuestro panorama respecto al empleo tampoco ha mejorado. El crecimiento de estos años ha conseguido recuperar el nivel de PIB previo a 2008, pero no el empleo destruido desde entonces: según la EPA en el segundo trimestre de 2019 había aproximadamente unos 900.000 empleos menos que a finales de 2007.
Además, los (insuficientes) nuevos empleos son de peor calidad: los creados desde 2014 son en mayor proporción temporales y, en promedio, más cortos que los (ya de por sí precarios) empleos generados en el anterior ciclo expansivo. Tengamos además en cuenta que el proceso de devaluación salarial no se revirtió, sólo se suavizó, con la llegada del crecimiento económico: desde 2008 el sueldo medio ha crecido más o menos la mitad que la inflación, lo que supone pérdida de poder adquisitivo. La fragilidad laboral que se evidenció a partir de 2008, la facilidad con la que se destruyeron puestos de trabajo y las malas condiciones en que quedaron las personas desempleadas no ha mejorado durante la recuperación; ha empeorado.
Volver a enfrentarnos a un cambio de ciclo, aunque no sea tan abrupto como el anterior, con un mercado laboral tan marcado por el desempleo y la precariedad tiene consecuencias sociales pero también económicas. Según la Encuesta de Condiciones de Vida, en 2017 la renta media de los hogares todavía no había alcanzado el nivel de 2008 mientras su tasa de pobreza se situaba en el 21,5%, más de un punto porcentual por encima que la de aquel año. La desigualdad se ha agudizado, debido a que los hogares con menos renta son los que más perdieron durante la crisis y también los que menos han mejorado después: a partir de datos de Eurostat obtenemos que la participación en la renta total del decil [uno de los nueve valores que dividen a un grupo de datos en diez partes iguales] inferior ha descendido un 24% entre 2008 y 2017.
Precisamente sobre ese 10% de hogares con menos renta alertaba recientemente el Banco de España: hogares cuyos miembros adultos siguen en desempleo o que ocupan los empleos peor remunerados, apenas han reducido sus deudas desde 2008 y dedican más del 50% de su renta a pagar la hipoteca. Pero la precariedad financiera no es exclusiva de las familias con menos ingresos. La tasa de ahorro del total de las familias fue en 2018 el 4,9% del PIB, un mínimo histórico desde que en los años sesenta el Banco de España inició la serie estadística. Batíamos así el récord anterior (5,8%), precisamente de 2008. La situación financiera de las familias es por tanto muy frágil: ingresos que no se han recuperado, empleos que son igual o más precarios, un consumo que crece más que la renta dependiendo crecientemente del crédito y deudas todavía importantes; todo ello agravado según desciende el nivel de renta del hogar.
En definitiva, podemos decir que se está levantando viento, y si arrecia, España volverá a hacerle frente con una precaria casita de paja. Ante un futuro incierto pero preocupante la única certeza es nuestra gran vulnerabilidad; particularmente la de aquellos grupos sociales que fueron más golpeados en la crisis anterior. Los mecanismos de protección social, que haciendo honor a su nombre tendrían que protegerlos, ya se mostraron insuficientes entonces y ahora suman el lastre de una década de austeridad. Cabría lamentarse, con razón, de que estos años no se hayan aprovechado para avanzar en la superación de nuestras grandes vulnerabilidades. La experiencia traumática de la crisis de 2008 hubiera debido servir para extraer algunas enseñanzas. Pero aún más lamentable resultaría si finalmente dejamos pasar la oportunidad de que lo que viene sea al menos gestionado por un gobierno comprometido con los más vulnerables.