Reiventar el sistema fiscal internacional

Responsables de Justicia Fiscal y de investigaciones de Oxfam Intermón —
14 de julio de 2021 22:48 h

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Los ojos estaban puestos en Venecia el fin de semana, donde se esperaba que los Ministros de Finanzas del G20 dieran el visto bueno a lo que debía ser la gran reforma del sistema fiscal internacional, una reforma esperada y urgente que siente las bases sobre cómo gravar los beneficios internacionales de grandes corporaciones que hoy operan como fantasmas fiscales. En definitiva, un nuevo modelo tributario que se adapte a la realidad del siglo XXI al tiempo que pone coto a las prácticas depredadoras de los paraísos fiscales y la competencia fiscal tan perjudicial en la que se han visto sumidos el conjunto de países.

No olvidemos que la factura de estos abusos fiscales, amparados por años de impasibilidad política, la ha pagado la ciudadanía, que ha visto como grandes corporaciones podían multiplicar sus beneficios mientras reducían obscenamente los impuestos pagados. El saldo ha sido una desinversión en políticas sociales o un mayor esfuerzo sobre las familias y el trabajo, especialmente desde la gran crisis financiera de 2008. Y estas decisiones, políticas, han condicionado la capacidad de los países para enfrentarse a la pandemia de la Covid-19.

Por eso esta fase final de la reforma del sistema fiscal internacional no llega en un momento cualquiera, sino también, en un contexto de máxima tensión presupuestaria y fiscal. En los países en desarrollo, la deuda está alcanzando niveles insostenibles y amenazan con desestabilizar el frágil sistema financiero internacional en el que se fundamenta la frágil recuperación post-pandemia. Abordar una reconstrucción más justa a esta crisis requiere de decisiones decididas como quien asumirá el coste, pero también de cómo evitar que la desigualdad se dispare. Conviene recordar que la COVID 19 no ha afectado ni sanitariamente ni económicamente a todos los países por igual. Tampoco lo ha hecho entre las personas de un mismo país. Las personas y las comunidades más vulnerables han sido las más impactadas, las que más han sufrido la pérdida del empleo y las últimas en acceder a los programas de protección social, cuando los ha habido. Mientras, la riqueza de las mayores fortunas del mundo ha alcanzado cotas nunca antes vistas.

Es en este complejo escenario en el que por fin se retomaron las negociaciones para reformar las reglas que determinan cuánto y dónde deben pagar los impuestos por sus beneficios las grandes empresas multinacionales. A principios de junio, los países del G7 dieron su respaldo político, con bombo y platillo, lo que ha acelerado la posibilidad de alcanzar un consenso, pero también que ha puesto de manifiesto que no era sino un acuerdo para proteger sus propios intereses. Y si este acuerdo puede poner en jaque el funcionamiento de algunos paraísos fiscales, también es una apuesta perversa para los países en desarrollo a los que coloca en un falso dilema, respaldar un acuerdo que es injusto para ellos o dejar vía libre a la elusión fiscal más desmedida.

Una encrucijada compleja. Porque (casi) todos coinciden en reconocer que el sistema fiscal internacional, diseñado hace 90 años, se ha quedado obsoleto. Entonces, nadie advirtió de los profundos cambios que nos iba a traer la globalización y la digitalización de la economía. Lo que sí tenían claro era que quienes diseñaron ese modelo lo hacían para favorecer los intereses de quienes ya entonces dominaban el comercio internacional, de los países ricos. Y desde hace décadas, son numerosos los países en desarrollo y las organizaciones de la sociedad civil que claman por una reforma profunda, más justa. Unas reglas que simplemente permitan retener allí donde se genera valor y actividad económica, los beneficios fiscales que legítimamente les corresponden.  Lo único que se ha conseguido con este modelo es que los países compitan por ver quien baja más los impuestos a los beneficios empresariales. Una carrera al desastre.

Estas discusiones suponían una oportunidad única para efectivamente alcanzar un acuerdo histórico. Y una absoluta responsabilidad política el lograrlo. Sin embargo, el acuerdo alcanzado resulta poco ambicioso e injusto. Los intereses de los países ricos y sus grandes corporaciones se han puesto por delante de las personas y de los países en desarrollo. Dos son los principales problemas.

El primero tiene que ver con el tipo mínimo efectivo propuesto, de “al menos del 15%”. Lejos del 21% que el Presidente Biden quieren aplicar en los Estados Unidos, y por debajo del 25% que recomiendan economistas como Joseph Stiglitz o Thomas Piketty. En el fondo, es una concesión que no hace sino acercarnos a los niveles de conocidos paraísos fiscales como Irlanda y Singapur. Es mejor que nada, sin duda, pero el listón queda tan bajo que difícilmente logrará el efecto esperado de poner fin a la competencia fiscal. Sin duda generará tensión sobre los paraísos fiscales más agresivos, pero será en beneficio de los países más ricos. Es una medida diseñada para que quien la pueda ejecutar sea el país de la casa matriz. Por eso, según nuestras estimaciones, dos terceras partes de los ingresos adicionales irán a parar a países G7 y de la UE, mientras que a los países más pobres apenas les corresponderá un 3% del total, a pesar de representar al 36% de la población mundial. No hacemos sino perpetuar décadas de injusticia en el sistema fiscal internacional, mientras que algunos países europeos actúan como verdaderas termitas fiscales en el sistema global.

El segundo problema se refiere a la manera acordada para repartir los impuestos sobre los beneficios globales de las grandes empresas que, a pesar de conseguir amplios beneficios, no tiene presencia a efectos fiscales. La idea es redistribuir parte de esos beneficios globales hacia el resto de países en los que la empresa está presente. Pero los umbrales son tan altos, que apenas afectará a unas cien empresas, aquellas que facturen por encima de los 20.000 millones de euros y con rentabilidad superior al 10%. Son pocas, tan pocas que incluso monstruos digitales como Amazon podrían quedarse fuera. No sólo eso. Los países donde las multinacionales están produciendo o generando sus ventas y beneficios, apenas se repartirán una parte mínima de los beneficios globales (no llega al 5%).

También resultan problemáticos los flecos aún por concretar. Ya sabemos que el diablo está en los detalles. El sector financiero por ejemplo ha quedado al margen del acuerdo, sin duda por la presión de Gran Bretaña entre otros. Su exclusión supone reducir los ingresos fiscales globales a la mitad. 

Difícil que este acuerdo sea motivo de celebración. Martín Guzmán, ministro de Finanzas de Argentina, país miembro del G20, criticó la propuesta, al igual que algunos países africanos como Nigeria o Kenia que incluso renunciaron a firmar el acuerdo. En estos términos, corremos el riesgo de incrementar las desigualdades entre países.

Pero el partido aún no ha acabado. Hasta octubre todavía podemos conseguir un acuerdo que sea más justo y que genere ingresos adicionales suficientes y sustanciales para todos, incluidos los países en desarrollo. Para ello tendríamos que pensar en un tipo mínimo más alto, del 25%. Y tendríamos que garantizar que los beneficios se compartan de manera equilibrada con los países en desarrollo y que las grandes empresas que se han beneficiado de la digitalización de la economía, como Amazon no puedan eludir este acuerdo. Convendría que la opinión pública sea consciente de lo importante del momento.