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Sanidad, salud, cultura de consumo y bienestar y calidad de vida

Un hombre con mascarilla en una farmacia

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En estos tiempos en los que es habitual el recurso a los eufemismos y a lo políticamente correcto se va imponiendo la tendencia de denominar salud a lo que es más bien sanidad. Seguramente con la intención -aparentemente buena- de acentuar la importancia de la salud respecto de la enfermedad, que ha sido y continúa siendo hoy el principal interés de la medicina y de las profesiones sanitarias. La adopción del término salud para referirse a las actividades sanitarias predominantemente asistenciales y dirigidas individualmente a las personas que utilizan tales servicios supone, en el mejor de los casos, un buen deseo, si bien es inevitable que provoque cierta confusión tanto en los profesionales como en los pacientes.  

La idea de salud como ausencia de enfermedad, en cierto modo su antónimo como plantean algunos preventivistas, no se compadece bien con la percepción de buena o de muy buena salud que tienen quienes además declaran padecer una o más enfermedades crónicas, como se deduce de las sucesivas versiones de las encuestas de salud españolas. Se hace imprescindible pues cambiar los paradigmas aparentemente antinómicos de salud y enfermedad para pasar a admitir la coexistencia prácticamente continua de ambos a lo largo de todo el trayecto vital de las personas y asumir que la definición de enfermo emerge como protagonista cuando el individuo padece uno o más procesos patológicos que le impiden llevar una “vida normal” y “sentirse bien”. 

Al mismo tiempo que se entroniza la salud permanente como un objetivo personal y colectivo irrenunciable, olvidando que no deja de ser un instrumento más (importante eso sí) para poder disfrutar de un nivel suficiente de bienestar y calidad de vida, pretendemos borrar del horizonte de nuestra existencia finita la inexorable realidad del malestar, la enfermedad y la muerte. Esta dinámica utópica y contraria a la lógica nos lleva a utilizar todo tipo de recursos, también los sanitarios, para mantenernos teóricamente “sanos” y, como se dice habitualmente, “eternamente jóvenes”. 

Los responsables de estas visiones distorsionadas de la trayectoria vital de las personas son diversos y actúan movidos por intereses muchas veces espurios y directamente relacionados con el enriquecimiento de las empresas y entidades dedicadas a lo que, con acierto, se ha venido en denominar el “negocio de la salud”. Los sistemas y productos sanitarios, protagonistas prácticamente exclusivos, junto con la industria tecnológica, de este campo, se transforman así en elementos de consumo personal y social con los que pretendemos alcanzar los objetivos utópicos señalados previamente. Se olvida que inevitablemente las actuaciones sanitarias siempre tienen una doble cara: generan beneficios para los que las reciben si están indicadas y son efectivas y oportunas, pero al mismo tiempo tienen la capacidad de poder ocasionarles daños a partir de sus efectos secundarios y complicaciones, así como por posibles errores cometidos en su aplicación. Es lo que conocemos habitualmente como iatrogenia.

El sistema sanitario, aunque sea público, equitativo, accesible y efectivo, si actúa de forma aislada, sin una coordinación suficiente con el resto de los determinantes del bienestar y calidad de vida como, por ejemplo, acceso a la educación, solidaridad social y corrección de las graves desigualdades, entorno laboral justo y favorable o respeto al medio ambiente, perderá la mayor parte, incluso toda, de su capacidad para mejorar de forma decisiva, profunda, la salud global de la comunidad y las personas. Es preciso generar políticas transversales de bienestar y calidad de vida que, al mismo tiempo que corrigen el desequilibrio que padecen los sistemas sanitarios de los países desarrollados, garanticen su efectividad y sostenibilidad.

A pesar de las evidencias existentes en este sentido, continuamos oyendo a nuestros representantes políticos, gestores y expertos hablar del sistema sanitario como un elemento aislado, encerrado en la torre de marfil del desarrollo científico y tecnológico y ajeno al entorno socioeconómico en el que actúa. Sabemos bien que el continuum salud-enfermedad está cada vez más condicionado por este contexto, pero parecemos empeñados en hacer oídos sordos a la necesidad cada vez más acuciante de desarrollar políticas y leyes que integren transversalmente este tipo de perspectivas.

Tal como hemos apuntado en otro lugar, es preciso introducir cambios de orientación y estratégicos en la política sanitaria, integrándola de forma transversal con el resto de las sociales, priorizando en este objetivo la aproximación a aquellas que tienen una repercusión más clara sobre la salud. Hay que revisitar la Ley General de Sanidad de 1986 y dotarla de los instrumentos que posibiliten operativizar en la actuación cotidiana de los servicios y recursos los planteamientos señalados. Quizás pecamos de pesimistas, pero no vislumbramos un horizonte próximo de éxito para unas políticas más transversales de bienestar, calidad de vida (y salud).

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