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El Supremo dicta una resolución contradictoria y beligerante

Los exconsellers, durante el juicio

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El 14 de octubre de 2019, la Sala Segunda del Tribunal Supremo dictó la sentencia por la que condena a los líderes políticos que promovieron la independencia de Cataluña a penas de prisión e inhabilitación que por algunos sectores de la comunidad jurídica internacional e incluso por dos votos disidentes del Tribunal Constitucional español se consideran desproporcionadas. El proceso, el juicio oral y la sentencia están plagados de irregularidades que se han puesto de manifiesto por numerosos analistas. No es el momento de reincidir en su análisis porque la sentencia es firme y ya expuse mi postura en el libro el Gobierno de las Togas (Editorial Catarata). Está en manos del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que deberá decidir si ha habido vulneraciones de los derechos y garantías recogidos en el Convenio Europeo.

Mientras nos encontrábamos en este impasse, esperando la resolución definitiva de los recursos presentados ante la justicia europea, han surgido decisiones políticas del Gobierno convertidas en ley por el Poder Legislativo que han incidido de forma sustancial en el contenido de la sentencia y en la materia que deberá ser objeto de análisis por el Tribunal de Estrasburgo. La supresión del delito de sedición y el retorno a la regulación centenaria en nuestros códigos penales del delito de malversación de caudales públicos obligan al Tribunal sentenciador a determinar cuál es la pena resultante después de estas sustanciales modificaciones. 

La respuesta que ha dado el Tribunal Supremo en el Auto de 13 de febrero de 2023 a una ley emanada del Poder Legislativo me parece contradictoria, beligerante e incompatible con el debido respeto a los principios de un Estado de derecho basado en la división de poderes. La primera muestra de esta actitud se puso de relieve cuando la Sala Segunda del Tribunal Supremo tuvo que informar sobre la procedencia o no de la concesión de los indultos que proponía el Gobierno. Sin perjuicio de las valoraciones jurídicas, califica su concesión como una decisión gubernamental llamada a dejar sin efecto una sentencia firme dictada por el Tribunal Supremo. Una imputación insólita que desde luego no hubieran hecho nunca con un Gobierno de derechas.

La segunda y más grave confrontación se produce, en el Auto que acabamos de conocer, con la entrada en vigor de la Ley Orgánica 14/2022 de 22 de diciembre que suprime el delito de sedición y recupera la tradicional definición de los delitos de malversación de caudales públicos.  

Recordemos que en el año 2014 (9-N), el entonces president de la Generalitat, Artur Mas, convocó un referéndum bajo el lema proceso participativo sobre el futuro político de Cataluña para sondear cuál era la actitud de los ciudadanos de Cataluña ante una posible convocatoria de un referéndum para pronunciarse definitivamente sobre una futura independencia. En esas fechas estaban vigentes las normas que regulaban los tradicionales delitos de malversación que en su versión más grave exige ánimo de lucro, absolutamente inexistente, por lo que no se le pudo condenar por malversación y si por prevaricación y desobediencia.  

Como es lógico, se preguntarán ustedes: ¿por qué condenan a los independentistas por malversación si hicieron lo mismo que Artur Mas? Muy sencillo: el Gobierno del PP, con el apoyo parlamentario de varios grupos, al detectar una grieta jurídica y la posible repetición del intento, modifica la regulación clásica del delito de malversación, que se sustituye por dos figuras delictivas, una de las cuales, la malversación por administración desleal, es una importación falsificada del derecho alemán. Mantiene la figura clásica de la apropiación indebida que exige ánimo de lucro y el apoderamiento de los caudales públicos en beneficio del que se los apropia para hacerlos suyos.  

En definitiva, cuando el Tribunal Supremo juzgó a los independentistas no les condenó por apropiación indebida de caudales públicos con un inequívoco ánimo de lucro sino por una administración desleal que, en principio, no exige un específico ánimo de lucro, ya que se fundamenta en la aplicación incorrecta, fraudulenta y desleal de los bienes que se tienen en administración. La administración desleal se diferencia de la apropiación indebida en cuanto que no existe un incremento del patrimonio propio del administrador, sino la realización de actos que, sin representar un desplazamiento patrimonial en beneficio del administrador, perjudican a los caudales públicos administrados. Si además existe el ánimo de lucro en el administrador o gestor, estaríamos ante una apropiación indebida.

La sentencia condenatoria estimó que Oriol Junqueras, Raül Romeva, Jordi Turull y Dolors Bassa eran autores de un delito de malversación de caudales públicos de los artículos 432.1 y 3 del Código Penal entonces vigente, es decir autores de un delito de administración desleal de caudales públicos, porque los habían manejado excediéndose en el ejercicio de sus facultades de administración y de esa manera se había causado un perjuicio al patrimonio administrado. Descartó la aplicación del artículo 432.2 que castigaba la apropiación indebida de los caudales públicos con evidente ánimo de lucro. En el auto de acomodación, por el contrario, se insiste en una inequívoca existencia de ánimo de lucro directo y apropiatorio que en principio se había abandonado. 

Para apreciar la existencia de ánimo de lucro, en contra del texto claro y contundente de la ley, el redactor del Auto acude a una sentencia  de 17 de Noviembre de 2003 que nada tiene que ver con lo sucedido en Cataluña. En esta sentencia se aborda el caso de un particular al que se le encarga la custodia y conservación de una maquinaria embargada por el juzgado. Los bienes se subastan y cuando los adjudicatarios van a retirarlos se encuentran con que el acusado se niega a entregárselos y les manifiesta que ya se los habían llevado los propietarios. Nada que ver con los hechos que se imputan a los independentistas catalanes. Los condenados destinaron las partidas presupuestarias aprobadas por el Parlamento para unos fines previstos que sin duda eran inconstitucionales y se había prohibido su uso por el Tribunal Constitucional, lo que nos llevaría exclusivamente a un delito de desobediencia. 

En relación con el delito de sedición el Tribunal Supremo admite su derogación, pero se permite una serie de comentarios críticos incongruentes con lo que había afirmado en la sentencia condenatoria. Acusa al legislador de haber generado un vacío normativo en el marco jurídico que hace posible la convivencia y en definitiva dejan indefenso al Estado. No parece ser esta la percepción que tuvo el redactor de la sentencia cuando afirmó en la página 271 que “los alzados no disponían de los más elementales medios para, si eso fuera lo que pretendían, doblegar al Estado pertrechado con instrumentos jurídicos y materiales suficientes para, sin especiales esfuerzos, convertir en inocuas las asonadas que se describen en el hecho probado y lo sabían”. 

Por si no fuera suficiente, en la página 269 se añade que “bastó una decisión del Tribunal Constitucional para despojar de inmediata ejecutividad a los instrumentos jurídicos que se pretendían hacer efectivos por los acusados. Y la conjura fue definitivamente abortada con la mera exhibición de unas páginas en el Boletín oficial del Estado que publicaban la aplicación del artículo 155 de la Constitución a la Comunidad Autónoma de Cataluña”.  

En definitiva, viene a reconocer que para hacer frente a un alzamiento público y tumultuario con el objetivo de declarar la independencia de una parte del territorio nacional como el que se relata en la sentencia condenatoria es suficiente con activar los mecanismos previstos en la Constitución. Si no obstante se mantuviese un clima de grave alteración de la paz pública se podría acudir a la declaración del estado de excepción o sitio, con las consiguientes repercusiones delictivas. 

Nada que objetar a las posibles objeciones sobre cuestiones técnico jurídicas, pero de ningún modo se puede admitir una censura a las políticas de un Gobierno porque es impropio de un Estado democrático de derecho en el que se respete la división de poderes y, además, se considera como una falta disciplinaria grave por la Ley Orgánica del Poder Judicial. 

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