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Tres claves para entender Ucrania

Maidan, febrero de 2014.
27 de febrero de 2022 22:48 h

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Clave 1: El triunfo inútil de 2014

La revuelta de los ucranianos en febrero de 2014 contra la tiranía pro-rusa del entonces presidente Víktor Yanúkovic se celebró en todo el país como un triunfo digno del pueblo, soberano y liberador. Pero las celebraciones se convirtieron enseguida en una amarga derrota. De un zarpazo militar sin consecuencias internacionales, y en apenas unas horas, Moscú arrebató a Ucrania la península completa de Crimea, con la excusa de proteger Sebastopol (base naval rusa en el mar Negro) y poco después orquestó y promovió una guerra que dura ya ocho años en el Este de Ucrania (en el llamado Donbás) del que vienen en parte los actuales lodos. 

Por si la fallida victoria de la plaza del Maidán resultaba escasa, en junio de ese 2014 Petró Poroshenko asumió la presidencia del país. En Ucrania era conocido como “el chocolatero”, porque el oligarca devenido en presidente era dueño de todo el exquisito chocolate de marca que producía Ucrania. Bajo su mandato hizo grandes negocios personales, pero dejó a Ucrania abandonada. La olvidó.

En otras palabras: las revueltas del Maidán de febrero de 2014 fueron fallidas. En pocos meses Ucrania perdió dos piezas estratégicas de su territorio (Crimea y el Donbás) y el nuevo gobierno del chocolatero, que llegó al poder prometiendo la incorporación de su país a la OTAN y a la UE, aseguró al tomar el poder que su primer objetivo político era pacificar el Donbás y “mejorar” las relaciones con Rusia.

En esas condiciones, en una Ucrania cada día más empobrecida y aturdida, Volodímir Zelenski asumió por sufragio el poder en mayo de 2019. El declarado pro-europeísta y convicto creyente en la OTAN, de origen judío, nunca gustó a Putin, ni siquiera un poquito. Porque lo que Moscú quiere para Ucrania es un títere como lo era Yanúkovic o un tirano dócil al Kremlin como el que gobierna de forma sanguinaria en Bielorrusia.

Clave 2: Una nueva conferencia de Yalta

Putin llevaba al menos desde 2008 advirtiendo al mundo de que es precisa una nueva Conferencia de Yalta (similar a la que dibujó el mapa de Europa a partir de 1945, tras el final de la Segunda Guerra Mundial). La idea de Putin ha sido, y es, delimitar y repartir las nuevas zonas de influencia de Oriente y Occidente sobre un mapa europeo que ya nada tiene que ver con el que existía antes de la caída del Muro de Berlín (1989) y el consiguiente colapso de la Unión Soviética, sus países satélites y el desgajamiento de la antigua Yugoslavia.

Pero las demandas de Putin no parecían corresponderse con los intereses del mundo occidental. Desde principios de los 1990, la UE y la OTAN siguieron convirtiendo esos países derribados en países “aliados” y empujando hacia el Este (hacia Rusia) la frontera de influencia de Occidente. La comparativa de los mapas de antes y después de 1989 hablan por sí solos sobre los territorios perdidos por Rusia e incorporados a la órbita de Occidente.

Con cualquier otro líder más razonable en el sillón del Kremlin, las cosas podrían haberse dialogado sin llegar a las armas. Pero la oligarquía rusa, con Putin a la cabeza, decidió imponer la “nueva Yalta” a su manera, primero sigilosamente (haciendo caja para un eventual aislamiento del mundo) y después con el actual ataque a Ucrania. 

La intervención en la guerra de Siria fue la primera medida que adoptó el Kremlin para reponer el dinero de sus arcas. Los cinco años de intervención militar occidental contra el Estado Islámico solo habían conseguido que el precio del petróleo se desplomara hasta ratios insostenibles para un país como Rusia, segundo productor de gas y petróleo del mundo. Rusia intervino militarmente en Siria, por su cuenta y riesgo, apoyando a su aliado de Damasco, y en solo un año dio la vuelta a los precios del crudo: de los 20 dólares el barril a los que cotizaba en 2015 lo situó en 80 dólares en 2016. Y desde entonces no ha bajado. Es más, la intervención en Ucrania ha hecho que el barril de crudo superara en algún momento los 100 dólares. Es decir, desde 2015 Rusia ha acumulado millones y millones de dólares de reserva gracias a la recuperación de los precios del petróleo y el gas.

Su segunda fuente de ingresos ha sido consecuencia de hacer desaparecer de Rusia a las clases medias. Los gastos militares rusos, que por la clásica carambola del sistema los acaban pagando las clases medias y humildes, han colocado al pueblo ruso “al borde del hambre, pero sin que pase hambre”. Ese es el lema de un mandatario con delirios imperialistas: al borde del hambre, pero sin llegar al hambre, para evitar que el pueblo se subleve. Ese lema, y la represión sin límites, han sido las formas de obligar a su pueblo a la lealtad a su figura y su política imperial.

Y aún más. En los pasados juegos de invierno de Pekín, Putin y su homólogo chino firmaron un acuerdo de colaboración sin condiciones que incluía por parte de Rusia la exportación sin límites de gas y petróleo hacia su vecina China. 

En definitiva: con todas estas medidas financieras “cautelares”, Rusia se ha venido garantizando la solvencia económica y política suficiente para plantar cara a cualquiera de las sanciones que pueda imponerle Occidente por el ataque a Ucrania.

Clave 3: La falsa solidaridad de occidente

Desde el año 2004, año en que Ucrania declaró abiertamente su intención de formar parte de la Unión Europea y de la OTAN, no se ha emitido ni un solo documento “occidental” que prometa a Kiev su incorporación a ninguna de esas dos entidades. Ni uno solo. Apenas palabras, reuniones, más reuniones y más palabras, pero ni una sola garantía por escrito.

Así es la solidaridad europea y por eso ahora Occidente “no puede” intervenir militarmente en defensa de un país con el que no hay nada de nada firmado. Acorralado por el ejército ruso, el presidente ucraniano Zelenski se quejaba de esa dudosa solidaridad. “Nos han dejado solos”, llegó a decir.

Aún así, y con 90 horas de retraso respecto al inicio de la operación militar rusa sobre Ucrania, la UE y EEUU han dado muestras de una agilidad coordinada e inusual y han activado dispositivos de bloqueo financieros y técnicos que van más allá de la congelación de los activos de Putin y sus oligarcas. Son sanciones que el propio Joe Biden reconoció en una de sus comparecencias que se tardará meses en comprobar su eficacia, pero que sin duda golpean el corazón económico de una Rusia cuyos únicos recursos, en términos de PIB, proceden de la venta de materias primas.

Entre las sanciones está la desconexión de gran parte del sistema financiero ruso de la plataforma internacional de pagos SWIFT. La medida solo tiene antecedentes en Irán, donde apenas ha tenido consecuencias, y promete ser grave para Moscú, asegura la UE. Sin embargo, nadie ha explicado todavía qué ha hecho Rusia en estos meses previos al ataque con sus reservas estatales. Según datos públicos de la plataforma CoinDance, Rusia es el segundo país del mundo (después de EEUU) que más reservas tiene invertidas en criptomonedas. Junto con China (reciente aliado del Kremlin), dominan el mercado mundial de esos opacos intercambios comerciales. Es decir… ¿Y si Rusia hubiera ya convertido sus reservas en bitcoins? ¿Valdría de algo el bloqueo en el SWIFT?

En cualquier caso, y contra todo pronóstico, Alemania también ha sacudido su conciencia y ha comprometido el envío de un millar y medio de misiles a Kiev. Y el conjunto de la UE financiará a Ucrania la compra de un material militar que difícilmente hará mella en la maquinaria bélica rusa, pero que como gesto es una declarada toma de posición en esta guerra.

El apoyo militar a Ucrania y las sanciones a Rusia son medidas tomadas con una urgencia inusual, y que por tanto compiten sin ventaja con las maniobras geopolíticas preventivas que Rusia ha venido adoptando en los últimos años. Un ejemplo es el entente ruso-turco. Los aliados han pedido a Turquía (también miembro de la OTAN) que cierre el estrecho del Bósforo, para bloquear así a Rusia la salida al Mediterráneo desde el mar Negro. Y Turquía ha dicho que se lo pensará... No en vano, hace dos años, Rusia permitió a Turquía ganar influencia en el Cáucaso al permitirle controlar por la fuerza el enclave de Nagorno-Karabaj y desposeer así a Armenia de otra buena parte de sus tierras históricas. 

Cuando Rusia se retire de una parte de Ucrania habrá dejado ocupada por soldados sin enseñas ni banderas buena parte del país. La Ucrania resultante no tendrá mar y la presencia de una guerra sin tiempo como la del Donbás se habrá extendido a todo el sur del país, uniendo así el este de Ucrania con Transnitria (territorio ruso en Moldavia) y dejando a Kiev, o a lo que quede de Kiev, sin salidas portuarias. 

Si los objetivos militares de Putin en esta operación se concretan, Ucrania quedará sin acceso al mar de Azov por Mariúpol y al mar Negro por Odesa; también habrá depuesto al gobierno pro-occidental de Zelenski y colocado en su lugar un gobierno títere al estilo bielorruso. Y mientras tanto, millones de refugiados ucranianos seguirán cruzando las fronteras hacia la UE convencidos de que no sufrirán el mismo desengaño que sufrieron los sirios, los libios o los afganos!

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