Vacío moral

María Ramírez

28 de enero de 2021 22:21 h

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En el último mes han muerto en España por coronavirus al menos 6.000 personas. Escribo “al menos” porque con el paso de las semanas el número se suele actualizar y corregir con los datos reportados con retraso. Desde que empezó la pandemia, las cifras oficiales del Gobierno (no es un número oficioso ni oculto, como se empeña en repetir el PP) muestran que más de 80.000 personas han muerto, sea por haber contraído el virus o sea por no haber sido atendidas a tiempo por la saturación de los hospitales y la falta de recursos. 

La pandemia ha dejado un rastro de dolor, soledad y pobreza en todo el mundo, pero España está peor que la mayoría. Es el segundo país con el mayor porcentaje de exceso de muertes, por detrás de Perú. Y si quedaba alguna duda basta con mirar a los últimos números de desempleo para entender que la economía no se salva a costa de sacrificar vidas.

En la tercera ola, en realidad una continuación de la segunda, estamos cerca de ver reportado en un día el terrible número del millar de personas fallecidas. La mayoría de los días esa cifra de personas muertas solo llega en un enlace del Ministerio de Sanidad. La mayoría de los días ni siquiera sale nadie a pronunciar ese número fatal. Un par de veces a la semana Fernando Simón comparece para comentar los datos como si fuera un epidemiólogo tertuliano sin capacidad para influir en lo que está pasando. Ningún político suele salir a dar explicaciones, dar condolencias o hacer un atisbo de pedir perdón.

Hace un año la explosión de la pandemia era difícil de prever y no tienen razón quienes dicen que el Gobierno central podría haber aplicado restricciones antes. Pero un año después la gestión particular de los políticos -en España tanto del Gobierno como de las comunidades autónomas- es responsable directa de la situación de cada país. Con toda la información y con más herramientas disponibles, los gestores políticos no pueden culpar a fuerzas fuera de su control.

Las soluciones no son fáciles, con intereses contrapuestos y recursos públicos limitados, pero las dificultades de preservar la salud pública y acertar con las ayudas necesarias para los sectores más afectados no son una excusa válida para no hacer nada y considerar que es aceptable que sigan muriendo miles de personas cada semana. Y mucho menos cuando esa inacción es el fruto de la pereza política de no ir al Parlamento a aprobar otro decreto, por la cobardía de no tomar decisiones supuestamente impopulares entre los votantes más fieles o por el desconocimiento negligente de los hechos.

Boris Johnson salió esta semana contrito a anunciar en rueda de prensa que su país había sobrepasado el umbral de las 100.000 personas muertas. Respondió a todas las preguntas, muchas sobre su responsabilidad en la gestión, la falta de recursos o la tardanza en reaccionar en algunas fases de la pandemia.

En primavera, Johnson tardó más que el Gobierno español en reaccionar, y ha cometido errores, como arrastrar los pies en septiembre cuando sus asesores científicos le aconsejaban un confinamiento casi total. Pero Reino Unido es desde hace meses el país que más ha endurecido las restricciones, con un cierre total de restaurantes, pubs, cines, teatros, tiendas no esenciales y escuelas, y ha sido porque Johnson se ha resistido a la presión de su propio partido y de sus propios votantes. Su argumento, una y otra vez, son las miles de personas muertas. 

Es más fácil mirar hacia otro lado esperando que esto pase. Pasará, pero a costa de muchas vidas y mucho sufrimiento. En España la falta de respeto por los muertos es algo más que un vacío político. Es un vacío moral.