En puertas ya de las elecciones del domingo, nada indica que los índices del fervor europeísta que podría empujar a los electores a votar con un cierto interés -no digamos con algo de ilusión- alcancen cotas significativas en la ciudadanía española ni en la del resto de los países de la Unión Europea. Más bien parece que el entusiasmo escasea en el mismo grado en que se ha esfumado la esperanza en que el futuro inmediato o próximo vaya a ser mejor. La crisis y las medidas de austericidio impuestas por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo, el Fondo Monetario Internacional, lo que se ha dado en llamar la troica pero que comúnmente la gente resume en la Merkel, están convirtiendo la UE en un espacio triste, aquejado por la desesperanza. Y eso que continua siendo la región del mundo con mayor calidad de vida.
En esto de Europa ocurre un poco como con la Constitución, que quienes vivieron la dictadura aún son conscientes de su valor -aunque muchos piensen que necesita un buen remozado-, mientras que las generaciones más jóvenes no la consideran tan importante y algunos creen directamente que está obsoleta. Así que esos mismos que padecieron el franquismo y veían en la entonces Comunidad Europea el clavo al que agarrarse para recuperar la libertad y reengancharse con el mundo civilizado, todavía aprecian la Unión Europea como la alianza que garantiza la paz y la libertad, los derechos de todos los ciudadanos y la posibilidad de progreso. Aunque en estos últimos años algunas de estas capacidades se hayan puesto al servicio de los intereses de quienes provocaron la crisis que ha llevado al empobrecimiento de tantísimos ciudadanos europeos.
Hay muchos españoles, sin embargo, que habiéndose beneficiado de la pertenencia a la Unión Europea ni le reconocen su aportación al desarrollo económico y social del país ni sienten el más mínimo interés por sus instituciones. Seguramente tampoco los gobernantes han sabido transmitir su importancia y, por eso, por ejemplo, las elecciones al Parlamento Europeo han sido utilizadas siempre como una ocasión para el castigo al partido que esté en el Gobierno con el convencimiento de que sale gratis, de que no tiene repercusión en el día a día de la política nacional. Gran error, porque de la UE llega casi todo, han llegado muchas cosas buenas y en los últimos tiempos el austericidio. Pero un cambio de mayorías en el Parlamento Europeo y en el color político de los gobiernos de los 28 países contribuiría, sin duda alguna, a cambiar esas políticas de penitencia por unas de impulso a la economía real, en las que se persiga el fraude y se vuelva a implicar a los ricos -vía impuestos- en el bienestar colectivo.
La convocatoria de este domingo pinta mal para ese objetivo de cambio. Porque al deseo de castigar se une el simple desinterés. De ahí que se espere una gran abstención. Este jueves, sin ir más lejos, el Instituto Elcano publicó un barómetro en el que la mitad de los españoles consideraba que las elecciones europeas no son importantes, aunque, eso sí, los votantes de la derecha les conceden mucha más trascendencia que los de la izquierda. A lo mejor ya es tarde, pero no sería malo dedicarle una reflexión a la importancia de ir a votar y a cómo la desesperanza y la irritación transformadas en abstención pueden acabar por empeorar más las cosas.