Los de antes y los de ahora
No existe nada tan español como la devoción por la corrupción. Disculpen la rima interna, pero “las palabras que terminan en -ón / esas suelen ser para morirse de risa”, lo cantaban Los Burros, la prehistórica banda de Manolo García y Quimi Portet, en “Mi novia se llamaba Ramón”. Hay muchos países (no todos), donde la corrupción no solo está mal vista, sino que, además, se la combate. La gente es muy rara en el extranjero. Aquí, es otra historia. En España, la no corrupción es una forma de santidad fuera del alcance de los mortales que leemos el periódico y votamos a regañadientes. Entre nosotros, aparece alguien incorrupto ¡y se le hace santo!
Únicamente en nuestro país, un Jefe de Estado, el más sanguinario y corrupto del siglo XX, ha adornado su mesita de noche con la mano incorrupta de una santa. La propietaria original de la mano, Santa Teresa de Ávila, llevaba muerta cerca de cuatrocientos años. Y como nueva. Truco mnemotécnico: es fácil recordar que se trataba de la mano izquierda de la escritora carmelita, si se tiene en cuenta que la mano derecha, la de Franco, era Carrero Blanco. Como a todos los santos, a Santa Teresa la hicieron añicos, y también anda por esas iglesias de España un brazo incorrupto suyo. No hay que confundir ambos miembros, el brazo y la mano, como tampoco conviene confundir la corrupción de los de antes con la corrupción de los de ahora. Perdonen que no señale, pero se me ha quedado el brazo en una hornacina.
Entre la corrupción de los de antes y la corrupción de los de ahora, median Los cigarros del faraón. No me refiero a los Cohíbas que Fidel le mandaba a Felipe (ahora, disculpen por la campechanía de nombrarlos así). Básicamente, se conocen dos tipos de antes y ahora, el interno y el externo. Respecto al antes y ahora interno, está meridianamente mostrado en la sagaz viñeta que el otro día publicó en este diario Manel Fontdevila, titulada “El viejo y buen PSOE”, donde, al fin, González empieza a reconocer el partido de Sánchez. Fontdevila es el John Wayne de nuestro humor gráfico. Un hombre tranquilo.
Pasemos al antes y ahora externo. En Los cigarros del faraón, el álbum de las aventuras de Tintín, es donde aparecen por primera vez los policías Hernández y Fernández. Su famosa frase (siempre, uno de los dos exclamaba: “¡Y yo aún diría más!”, para acabar diciendo lo mismo que el otro), define con precisión los enfrentamientos entre PSOE y PP cada vez que les estalla un caso de corrupción (Bárcenas, Púnica, Gürtel, Pretoria, EREs, Koldo, parece ser que Ábalos...).
“¡Y yo aún diría más!” no significa lo mismo que: “¡Anda, que tú...!”, y tampoco tiene el sentido de: “¡Y tú más!”. La frase de Hernández y Fernández procede de una similitud física y psicológica que, a primera vista, resulta muy difícil de despejar. Es necesario leer mucho Tintín, para darse cuenta de que uno de los dos protagonistas lleva las puntas de los bigotes hacia arriba, y el otro, hacia abajo. En la edición original, Hergé tenía muy claro quién era cada cual. Estas cosas se ven mejor desde Bruselas. Con la traducción española, no hay manera de distinguirlos. Ambos se confunden de una aventura para otra. Aun así, aunque no sepamos a quién asignársela, esa diferencia existe. No son lo mismo, pero no sabemos quiénes son.
Desde tiempos inmemoriales, en España, la supervivencia política ha sido posible mediante la ambigüedad. Se atribuye a un histórico dirigente de la UCD aquella máxima que hizo desternillarse al personal durante una noche de elecciones: Hemos ganado nosotros, pero no sabemos quiénes. Con la corrupción sucede igual, siempre gana ella, independientemente de quienes sean ellos.
Con la corrupción ocurre como en El montaplatos, la obra de teatro de Harold Pinter donde sólo había dos personajes (dos gángsters), que se veían obligados a convivir, encerrados en un sótano. En este caso, los dos asesinos a sueldo se diferenciaban a primera vista. Hay uno que tiene clara su misión, el otro titubea. El montaplatos es un montacargas absurdo que empieza a funcionar de manera misteriosa, y que distrae de la condición de los protagonistas, pero que conlleva la sentencia de muerte de uno de ellos al final. Siempre pringa el más débil, esto no hace falta añadirlo. Imaginemos que cada personaje es un partido. Pongamos también por caso que el montaplatos es la corrupción, que va y viene todo el rato, y nunca desaparece. Siempre está ahí, esperando a los siguientes ocupantes del habitáculo. Ninguno de los dos personajes sabe cómo proceder ante el montaplatos. Mejor obedecerle, porque, eso sí lo saben, aunque sube y baja, el montaplatos lo mandan desde arriba.
Esto nos lleva a la picaresca. Desde el siglo de oro, nos han hecho creer que vivimos en un país de santos y de pícaros. Que el pueblo llano es la cuna de la picaresca, que su única salida reside en buscarse así la vida, y que los incorruptos se reducen a un puñado de elegidos por la gracia divina. Que la corrupción está en nuestro adn, en nuestra cultura, en nuestra manera de ser. Somos tierra de ciegos hambrientos guiados por lazarillos famélicos. ¿Cómo no volverse pícaro o convertirse en santo?, dos oficios de gente que no come. Siempre es igual, a los más débiles se les acusa de que todo lo que sucede es culpa suya.
Y sin embargo, viendo la obra de Pinter, nos damos cuenta de que los débiles son apenas un ridículo reflejo de las clases poderosas. Porque el montaplatos no lo instalaron para subir las órdenes, sino para bajarlas. Vemos, entonces, que no hay una picaresca, sino un sistema establecido. Que castigar la propia corrupción es lo mínimo exigible, pero se convierte en una lucha inútil, en una incesante condena, como la de Prometeo, si no se combate abiertamente a los grandes corruptos, a los que nunca vemos. Son los que mandan de verdad. Para acabar con eso votamos, unas veces a regañadientes, y otras veces a ciegas, como en las novelas de pobres.
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