Alcarràs y la realidad
Hay una escena en la película Alcarràs, que primero conquistó Berlín y ahora lo hará seguro a todo aquel que la vea, maravillosa. En realidad, hay muchas escenas maravillosas. Todas, de hecho, lo son. Cuesta escoger una al salir del cine, o los días posteriores, cuando se recuerda, porque la película de Carla Simón es de las que se quedan bajo la piel y no se desprenden con la caña de después. En ésta, y no desvelo nada, está Quimet (Jordi Pujol Doncel) terminando su última cosecha del melocotón, desesperado por un final del verano con el que no sólo termina una estación sino una vida, y a su alrededor pulula su hija Iris (Ainet Jounou) dando pitidos con la flauta de plástico que le ha traído el ratoncito Pérez. Es esa misma flauta de plástico que ha martirizado, y sigue haciéndolo, a varias generaciones de padres y que sobrevive en las reformas educativas que cada gobierno hace. Los políticos tienen la sangre muy fría para la venganza contra los ciudadanos o no tienen hijos ya en edad escolar. Probablemente, ambas opciones.
En la escena, a Quimet los pitidos se le clavan en la cabeza mientras todo se desmorona y parece que está a punto de pegar el gran grito a su hija y de arrancarle la flauta como si fuera un cartucho de dinamita para arrojarla hacia el horizonte de melocotoneros. Contemplas la escena y te adelantas y sabes que sucederá exactamente eso porque lo has vivido o porque sientes que eso es lo que haría cualquiera en ese momento y que la niña se asustará y se echará a llorar después pero la tortura cesará. Y entonces Quimet, que por supuesto le ha suplicado ya a Iris que deje la flauta e Iris, por supuesto, no le ha hecho caso, lo que hace es, sencillamente, nada. Bueno, sí, suspirar, mirarla y dejarla que siga con lo que está haciendo. Para eso es una niña. Para eso es verano. Para eso todo se termina menos esa familia a la que Carla Simón retrata con los ojos y el alma de todos sus miembros. Quimet se traga en un segundo los demonios que se lo están llevando. La flauta sólo es la puntilla estridente de un instante. Se contiene y la vida sigue. Para Iris, feliz.
Ha pasado ya una semana desde que vi la película y aún me pregunto cómo lo han hecho. Primero, Quimet, el padre de familia, en su desesperación y frustración, en su lucha perdida de antemano para salvar un mundo, el suyo, que desaparece, para contenerse. Más que una escena es una lección de vida. Segundo, la directora. Cómo lo ha hecho para lograr una película así, con actores que no lo son, con niños, adolescentes, con mayores… Con tantos personajes, con tantos mundos tan dispares y tan unidos y que se revelan todos naturales, brillantes, verdaderos. Resulta tan real que sorprende. Después sorprende que lo que sorprenda sea la realidad. Encerrados en burbujas cada más pequeñas e impermeables y rodeados por cámaras de eco, olvidamos que el mundo sigue girando ahí fuera, con nosotros dentro, y no alrededor de nosotros orbitando nuestra burbuja. La realidad y la verdad, pese a los filtros, el individualismo, las noticias que no lo son y las verdades que tampoco, siguen ahí, nadie las ha tocado, no se puede acabar con ellas. Sólo hay que saber dónde mirar. O cómo. Así ha hecho Carla Simón. Y no es la única.
Hay una nueva generación de directores tan maravillosos como esta Alcarràs recién estrenada que saben cómo mirar. Por eso la semana pasada Le Monde sacaba en su portada -sí, sí, en su portada; sí, sí, en Francia; sí, sí, a un español- a Jonás Trueba, que estrenaba en París Quién lo impide, el documental con el que lleva, como decía el periódico, “a los jóvenes de Madrid al poder”. El valioso y largo trabajo, de años y metraje, con el que retrata a la juventud dejando que sea ella la que lo haga. Mientras haya quién sepa mirar, habrá realidad. La segunda parte depende del resto, de todos: saber dónde mirar. O no olvidarlo. O, quizá, volver a aprender a hacerlo. Como Quimet en Alcarrás, que no ve la flauta, sino a su hija, una niña viviendo feliz bajo la tormenta.
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