Ampliar el vocabulario emocional ayuda a manejar las emociones
Acostumbramos a ventilar las emociones en dos patadas.
— ¿Cómo estás?
A) Bien.
B) Mal.
Decimos que estamos alegres, tristes, cabreados. Que estamos bien, que estamos mal, y poco más. Pero lo que sentimos siempre es más rico, y está lleno de notas y matices. Lo que ocurre es que si solo usamos tres palabras para expresarlo, acabamos achicando los sentires a tres opciones. Y eso “es horroroso”, según el neurocientífico José Sánchez García, “porque nos quita biodiversidad emocional”.
La persona que siempre dice que está contenta acaba metiendo distintos estados de ánimo en un mismo saco. Es como arrojar la plenitud, el entusiasmo, el gozo, la satisfacción, el regocijo, la felicidad y el buen humor por un embudo que los reduce a todos a una sola palabra y un solo mood.
Por eso Sánchez García dice que enseñar a los niños las cuatro emociones básicas es de una pobreza educativa bárbara. No va de “estoy mal”, sino de enseñar a distinguir entre “estoy apesadumbrado”, celoso, enfadado o rencoroso.
Las consecuencias lingüísticas de un vocabulario tan corto son tristes porque hace la vida más limitada, pero las consecuencias emocionales son más penosas aún, porque, según el neurocientífico, las personas que usan pocas palabras emocionales regulan peor sus emociones que las personas que usan muchas.
Es como si todas las mujeres del mundo se llamaran Antonia. ¡Menudo caos! Mejor que cada una tenga un nombre distinto, ¿no? Pues con las emociones pasa igual. Para identificarlas, reconocerlas y manejarlas, mejor que cada una tenga un nombre diferente. Es esa cosa sanísima del dicho “llamar a cada cosa por su nombre”.
Lo apasionante es que cada época tiene sus propias emociones y sus palabras para nombrarlas. Sánchez García se detiene en una: la nostalgia.
Hoy es un sentimiento agridulce que surge al recordar tiempos felices que ya han pasado. Lo dulce es el gozo de lo vivido y lo agrio es que ya acabó. Pero esa nostalgia no es la que sentían hace siglos. Antes era el dolor que tenía una persona que no podía regresar a su lugar de origen. “En la Antigüedad, la gente moría de nostalgia”, explica el experto en comportamiento humano. “El último que murió de nostalgia fue un soldado estadounidense en la Primera Guerra Mundial”.
¡Uf! No quiero ni pensar en las explosiones de los sentidos, los sentimientos y las sensaciones del Romanticismo del XIX. ¡Qué penas! ¡Qué dolores! ¡Qué negrura! ¡Qué espesura! Menos mal que caducaron y ya nadie siente así. Aunque tampoco me identifico mucho con la felicidad actual. Ese happy de “¡Si quieres, puedes!”, en letras redondeadas y agendas de espiral.
Y lo conmovedor es que no es igual una emoción en España que en Japón. La vergüenza, por ejemplo, es muy distinta aquí y allá. En el mundo occidental es un disgusto interno; en el oriental, un pesar social.
El estudio de las emociones está en plena ebullición. El concepto mismo de emoción es bastante reciente. El historiador Richard Firth-Godbehere indica en su libro Homo emoticus que es “una idea moderna, un constructo cultural”, y fue hace nada, a principios del siglo XIX, cuando empezaron a investigar los sentimientos como algo que ocurre en el cerebro.
Y por lo que se sabe hasta ahora, y lo que indica la lingüista Anna Wierzbicka, podría ser que solo hubiera una palabra universal relacionada con los sentimientos, un verbo: sentir.
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