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El 'apartheid' viral

Unidad hospitalaria en la que atienden a personas enfermas con COVID-19

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En los años noventa las farmacéuticas bloquearon el acceso de los países pobres a los retrovirales, condenando a grandes porcentajes de la población mundial a morir por el virus del SIDA. Fue un atentado contra la salud. Treinta y nueve farmacéuticas se enfrentaron en los juzgados a Sudáfrica, demandándola por querer usar medicamentos genéricos e importar fármacos más baratos. Los países pobres rogaban un abaratamiento de los retrovirales para que su población no muriera de lo que en el primer mundo había dejado de ser un virus letal. Fue una batalla de David contra Goliat. Unos luchaban por un enriquecimiento mayor. Otros, por el derecho a la vida.

Diversas organizaciones defensoras de los derechos humanos se posicionaron en favor de Sudáfrica y de todos los países en vías de desarrollo que, con las nuevas reglas de patentes, vieron reducido su acceso a medicinas esenciales. India o Brasil, productores de fármacos genéricos, y Sudáfrica o Kenia, importadores de los mismos, fueron presionados, llevados a juicio y amenazados con sanción por parte de las multinacionales farmacéuticas y de algunos gobiernos de países desarrollados.

Finalmente el trabajo, la lucha y el compromiso de mucha gente –miembros de ONG, abogadas, defensores de los derechos humanos– lograron que la industria farmacéutica retirara su demanda en los juzgados. No fue un acto de solidaridad, sino la toma de conciencia de cómo su integridad moral estaba siendo cuestionada, sobre todo cuando se supo que el mismo cóctel farmacológico que algunos países africanos conseguían por 350 dólares anuales a través de medicamentos genéricos, se vendía en los países del primer mundo por entre 10.000 y 15.000 dólares. Desde entonces, y a pesar de que se aprobó un listado de fármacos que se garantizarían a los países en vías de desarrollo, es aún muy bajo el porcentaje de población de las naciones más pobres que logra acceder a las medicinas que necesita.

La voracidad del modelo económico en el que vivimos repite las dinámicas, guiándose por el sálvese quien pueda, que terminará dañándonos a todos. De nuevo los países más pobres del planeta serán los últimos en acceder a exámenes de laboratorio, tratamientos y vacunas para la COVID–19. Es lo que el doctor y profesor de Harvard Raj Panjabi ha llamado el 'apartheid' viral:

“La idea de que un grupo podrá acceder a esas herramientas de vital importancia para la vida y que ese grupo serán los países ricos y la gente poderosa dentro de esas naciones, mientras que los pobres de esas naciones y los países más pobres del mundo quedarán excluidos es, de hecho, la historia de cada pandemia que ha sufrido la humanidad”, explicaba hace pocos meses en la revista Time.

La desigualdad estructural atraviesa nuestro planeta y sin embargo no es objeto de debate diario en el espacio público. Parece que hubiera un empeño por parte de los creadores de opinión en infantilizar a la población, haciendo hincapié en temas estériles, superficiales, inútiles e incluso dañinos. Esta semana toca hablar de Pablo Casado sacando la pala para apartar nieve, o de los zapatos y el 4x4 con el que el presidente llegó a una reunión. Hay más nivel dialéctico e intelectual en muchos hogares, barrios o bares en los que gente de a pie es capaz de distinguir mejor cuáles son los asuntos que actúan como eje vertebral de nuestra vida y de nuestro modo de organizarnos.

El engranaje del neoliberalismo nos da la espalda cotidianamente, normaliza la desigualdad y provoca injusticia no solo en el reparto de los tratamientos y las vacunas, sino de todos los bienes precisos para que los seres humanos gocen de una vida digna. Cambiar el mundo y mejorar la política es gestionar y legislar en defensa de la igualdad, en contra de este 'apartheid' viral que define nuestro presente global. Pero también es impulsar una educación, una pedagogía, unos valores, una forma de actuar que estigmaticen la maldad y nos formen en ética y solidaridad. Porque al final del día lo único importante es disfrutar y contribuir al disfrute, es decir, cooperar para garantizar un planeta más sano, un mundo más justo, un sentido de comunidad más desarrollado. Sin ello no hay felicidad posible, ni individual ni colectiva.

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