Hace apenas unas semanas, en otra publicación, hablaba yo de una excelente actriz -Vicky Krieps- protagonista de la excelente película de Marie Kreutzer “Corsage”, la recomendaba con todo mi entusiasmo y me alegraba de que hubiese pasado a la lista de las películas extranjeras elegidas para competir por el Oscar.
Pues bien, en muy poco tiempo, han cambiado muchas cosas. La película, así como el trabajo tanto de la actriz protagonista como de la directora, siguen siendo igual de magníficos y de merecedores del Oscar, pero el galardón ya no va a ser posible porque ha salido a la luz pública que el actor que interpreta al Emperador Francisco José en la cinta -Florian Teichtmeister- tenía en su ordenador 58.000 archivos de material pornográfico infantil. Se ha declarado culpable y el juicio ha quedado fijado para el día 8 de febrero.
Cada vez nos encontramos más en la situación en la que tenemos que decidir, primero para nosotros mismos y luego para el funcionamiento social, qué pensamos sobre la cuestión de si es posible y conveniente, o no, o hasta qué punto, separar la obra del artista.
Durante mucho tiempo la conciencia general tendía a recordar ciertas obras de arte antiguas –“universales”, se las llamaba, con la modestia característica de la sociedad blanca occidental-, junto con el nombre de su autor y poquísimo, o nada, de su vida y sus circunstancias. Tampoco se sabía demasiado de la mentalidad y la vida privada de los artistas contemporáneos, ya que no existían las redes sociales y lo que llegaba al público general eran simples rumores que podían ser verdad o mentira.
Si un pintor, un cantante, un escultor, un poeta, un director de cine o de teatro, un novelista… maltrataba a su esposa, o tenía docenas de amantes, o abusaba de los niños y niñas de su entorno, nadie lo sabía con seguridad; todo eran rumores sin demasiado peso. Además, en muchos de los casos que acabo de nombrar, a nadie le importaba particularmente, sobre todo cuando se trataba de comportamientos que se consideraban propios de un hombre, de un auténtico macho. Si a ese machismo se añadía el que se trataba de un artista, el umbral de tolerancia bajaba muchísimo porque los artistas… “ya se sabe”…, y siempre se les ha permitido mucho más que a los profesionales de cualquier otro ramo.
A lo largo de los siglos, ser macho, blanco y artista daba derecho a todo, especialmente a acosar, humillar y chantajear a las mujeres de su entorno, por no hablar de la cantidad de ocasiones en que el artista se aprovechaba del talento de su esposa o amante y firmaba las obras que ella creaba. No hay más que recordar, entre muchísimas otras, a Colette y a Camille Claudel.
Ahora estamos en un momento en el que -para sorpresa horrorizada de muchos artistas y otros que lo son menos- resulta que ya no basta con dominar una disciplina artística para que todo esté permitido. Las mujeres nos hemos cansado de que nos ninguneen, nos roben, nos peguen y nos violen. Las mujeres hemos empezado a alzar la voz, a protestar, a hablar claro sobre cosas que antes también se sabían, pero de las que no se hablaba.
Era de conocimiento público que, en los castings de teatro, cine, ópera, etc. muchas mujeres eran forzadas a mantener relaciones no deseadas a cambio de la posibilidad de obtener un papel o, al menos, de que el hombre poderoso no destrozara su carrera, vetando la participación de aquella chica que había tenido la osadía de rechazarlo. “El sofá de las sopranos” era famoso en la ópera de Viena y en muchas otras, así como la realidad de haber tenido que pasar por muchas camas para conseguir un papel estelar en Hollywood y en otros lugares. Es un hecho tan arraigado en la mentalidad general que incluso hoy en día, para insultar a una mujer que ha llegado a un alto puesto, se pone en duda su valía profesional y se la calumnia diciendo que solo lo ha conseguido por ciertos méritos horizontales. “Per vagina ad catedram” como se decía en toda Europa con mucha sorna, en el caso de algunas profesoras universitarias.
Pero las cosas cambian y, de pronto, hay una gota que colma el vaso y ya no estamos dispuestos a aceptar como normal el que un artista se comporte como un delincuente sin atenerse a las consecuencias.
Y ahora viene la cuestión a la que me refería al principio: en una situación en la que ya no se trata de rumores y posibles calumnias, sino de la verdad objetiva, incluso confesada por el mismo acusado, ¿qué hacemos? ¿La obra de ese hombre ya no es igualmente digna de admiración que un día antes de que todos supiéramos lo que había estado haciendo en la soledad de su cuarto o en el cuarto de otras personas? ¿El hecho de que él sea un acosador, violador, cualquier cosa terrible que puedan imaginarse, hace que su obra ya no nos interese, que haya que prohibirla, o quitarla de un museo, o destruir sus libros o quemar sus grabaciones?
Es algo que me preocupa realmente y, por muchas vueltas que le doy, no consigo llegar a una solución que me parezca válida. Por un lado, confieso que desde que me enteré de la existencia de las “ratitas” de la Ópera Garnier de París a finales del siglo XIX, ya no disfruto igual con los cuadros de Degas. Por otro, no me parece justo para tantas personas que han trabajado al límite de sus capacidades para hacer una película como “Corsage” que ahora se retire de las salas de cine y que no pueda optar a ganar un Oscar porque uno de los actores haya cometido un delito. ¿Pasaría lo mismo si, en lugar de tener material pornográfico infantil en su casa, se le hubiera probado un asesinato?
Es todo muy resbaladizo en este tema. Sobre 1865, Lewis Carroll, autor de “Alicia en el País de las Maravillas”, fotografiaba niñas desnudas y, según parece, en la rígida sociedad victoriana eso se consideraba una imagen de la inocencia infantil hasta el punto de que esas tarjetas postales podían regalarse por Navidad. Más de un siglo después tenemos nuestras dudas sobre si la intención que llevó a Carroll a tomar un par de miles de fotografías de niñas era tan inocente, pero eso no impide que sus libros se sigan vendiendo, traduciendo y llevando a la pantalla. Picasso no llevó una vida precisamente ejemplar, sobre todo en sus relaciones con las mujeres; era y es de todos conocido, pero a nadie se le ocurrió cerrarle por eso las puertas de los museos, las galerías y las subastas. Muchos de los artistas finiseculares que, en París, Viena y otras capitales europeas, pintaban bailarinas y teatros pagaban una cuota mensual para asistir a los ensayos de las niñas -las “ratitas-” a las que me refería antes. Como la mayor parte eran criaturas de clase muy humilde y su familia ni siquiera podía alimentarlas debidamente, los “caballeros” les llevaban cosillas de comer y, a cambio de su amabilidad, cobraban ciertos favores, con frecuencia allí mismo, en el teatro. Todo el mundo lo sabía y se consideraba normal.
Ahora, por fortuna, a la mayor parte de las personas ya no nos parece normal, pero aún no hemos llegado a ponernos de acuerdo en cómo reaccionar. Las famosas bailarinas de Degas siguen en los museos y hay miles de calendarios en las cocinas y salas de estar de miles de personas decentes.
En el momento en que sepamos -o creamos saber- que un artista ha hecho algo ilegal, inmoral o que nos produce rechazo ahora, en nuestra época, ¿qué hacemos con su obra? Si aún está vivo, a él se le castiga como dicte la ley, pero ¿qué hay de sus películas, novelas, cuadros, interpretaciones musicales…? ¿Y si está muerto y ya no puede ser castigado?
Se puede argüir que deberíamos destruir la obra de un novelista porque, al escribir, el autor plasma en su obra su forma de ver el mundo y si esa nos resulta ofensiva, la obra debe desaparecer. Tal vez sea igual en el caso de un artista plástico. Pero ¿qué hacemos con un director de orquesta, con un primer violín, con un pianista de concierto, con un trompetista de jazz? Ellos no expresan una forma concreta y propia de ver el mundo; interpretan la obra de otra persona. Igual que un actor. ¿Qué hacemos con las películas de un actor que resulta ser un pedófilo, o un violador, en su vida de fuera de la pantalla?
De momento, me inclino por conservar la obra, manteniendo al artista fuera, sin darle publicidad, sin invitarlo a participar en ferias y festivales, haciendo lo posible para que reciba el castigo que marca la ley. Pero les aseguro que aún estoy en proceso de reflexión y que he escrito estas líneas para compartir con ustedes mi preocupación y estimularles a que piensen sobre ello. Pensando se acaba por llegar a una opinión propia.