Tengo rabia y, cuando estoy cansada, me obligo a reavivarla

Cuatro crímenes machistas con tres asesinadas y dos heridas en las últimas 48 horas.

“Las feministas están todas amargadas”.

17 mujeres nominadas a los Goya de los 120 nominados.

“Las feminazis odian a los hombres”.

En España una mujer presenta una denuncia por violación cada 7 horas.

“Están llenas de odio”.

Las mujeres no cobrarán igual que los hombres hasta, al menos, el año 2088.

“Les pierden las formas, no saben pedir las cosas”.

El 70% de las horas dedicadas a trabajo doméstico no remunerado en España lo realizaron mujeres.

“Las feministas deberían vivir más la vida y dejar esa rabia”.

1,16 millones de mujeres (el doble que de hombres) se encuentran actualmente en situación de subempleo, ocupando el 57% de trabajo parcial no deseado.

“Si las mujeres cobran menos es porque le gustan otras cosas”.

Un 12,5 % de las mujeres (2.5 millones de mujeres) ha sufrido maltrato durante su vida en España.

12,5 % de las mujeres (2.5 millones de mujeres)

“Sólo 'mueren' 70 mujeres al año de 20 millones que hay en España, las feministas exageran algo que es residual”.

Y así podríamos seguir hasta el infinito.

¿Las feministas estamos enfadadas? Por supuesto, claro que lo estamos. Al igual que los hombres de izquierdas lo están con un gobierno de derechas. Al igual que los madrileños de derechas lo están con Manuela Carmena. Al igual que los fanáticos del Madrid lo están, y de qué manera, cuando su equipo pierde, incluso no tratándose de nada que afecte a sus vidas. Y demuestran su enfado de forma más violenta que todos los anteriores, qué cosas.

Estamos enfadas, ¿y qué? De la rabia y del enfado surgen las reivindicaciones y la lucha. De la ira que generan las injusticias surgen las ganas de lucha. ¿Cuál es el problema entonces? ¿Por qué las feministas parecemos a sus ojos las únicas enfadadas? ¿Por qué, de todos los colectivos que pelean por los derechos humanos, las feministas somos las más desquiciadas? Precisamente nosotras, que por sufrir la educación de una sociedad machista que nos corta las alas y nos impone hasta cómo comportarnos, somos justamente las menos violentas.

La respuesta es sencilla: somos mujeres. Y a las mujeres no se nos permite dar una voz más alta que otra. La rabia no nos queda bien, nos perciben como locas fuera de control si no nos encorsetamos dentro de lo que el sistema patriarcal dice que debemos ser. Tenemos que ser humildes, dulces, sonrientes. Tenemos que estar depiladas, guapas y ser serviciales; que pedir las cosas por favor para que nuestras reclamaciones no sean vistas como amenazas. Cualquier mujer que se planta delante de un hombre y habla con seguridad, o cualquiera que sostiene una pancarta en una manifestación a grito pelao es una mujer que no puede ser controlada, es una paria.

Pero lo cierto es que pedir por favor lo que nos corresponde tampoco sirvió jamás. Ni en nuestra lucha ni en ninguna otra. Y quien pide que así sea lo sabe perfectamente. Lo que pretende no es apoyar la lucha si se siguen sus directrices. Lo que pretende quien nos dicta cómo gestionar nuestra lucha es poder seguir controlándonos a nosotras y a un movimiento que lo pone nervioso, que lo hace sentirse amenazado. Y de ahí viene que se pasen el día en los comentarios de columnistas feministas, que sean los primeros en llegar y comentar negativamente cualquier artículo. De ahí viene que busquen excusas de donde no las hay para justificar cada uno de los atropellos que sufren las mujeres cada día.

De ese nerviosismo que sienten al ver cómo pierden el control –sobre las que antes era tan fácil mantener calladas– surge la virulencia de su reacción. De la pérdida de esa seguridad que creían eterna viene su contundencia a la hora de participar en el ciberacoso a feministas. De ahí salen las declaraciones de alcaldes como el de Alcorcón. Y también las charlas de la policía que banalizan la violencia de género en institutos. Del mismo sitio surgen los discursos misóginos de los obispos. Esa rabia nace del miedo a perder su poder sobre la otra mitad de la población. Esa misma rabia que nos critican a nosotras, a ellos les sienta genial. Porque ellos pueden sentirla, le han enseñado a no reprimir emociones violentas y creen tener el monopolio de la ira.

Pero la realidad es que nosotras estamos enfadadas y además estamos orgullosas de estarlo. Y además hemos entendido que nuestro enfado debió empezar mucho antes, que hemos estado dormidas muchísimo tiempo. Y aún nos escuecen muchas situaciones pasadas en las que no reaccionamos como reaccionaríamos ahora. Y sólo para nosotras se quedarán muchas escenas grabadas a fuego, sobre lo que debimos hacer y nunca hicimos en cientos de momentos.

Lo que nos diferencia es que nosotras estamos enfadadas porque vivimos inmersas en una sociedad misógina, que nos juzga de forma más dura, que nos culpa por las agresiones que sufrimos, que nos invisibiliza, que justifica que nos maten. Estamos enfadadas no porque no queramos perder control sobre ellos, sino porque queremos el control sobre nosotras mismas. La diferencia es que nuestro enfado es legítimo, y el de ellos es sólo miedo a perder lo que nunca debieron tener.

Como dijo Chimamanda Ngozi en 'Todos deberíamos ser feministas' (libro que recibió cada persona de 16 años en Suecia): “Estoy rabiosa. Todos tendríamos que estar rabiosos. La rabia tiene una larga historia de propiciar cambios positivos. Y además de rabia, también tengo esperanza, porque creo firmemente en la capacidad de los seres humanos para reformularse a sí mismos para mejor”.

Por supuesto, yo también tengo rabia, y cuando estoy cansada me obligo a reavivarla. Pero es que luchar es parte necesaria de la vida: cuando no lo es para conseguir lo que es justo, lo es para mantenerlo. Y también tengo esperanza, si no tuviera esperanza en que el mundo puede ser un lugar donde cabemos todas, haría ya mucho tiempo que estaría escribiendo sólo ficción. Y como yo, todas.