Buscando desesperadamente a Latinoamérica
De repente, la Unión Europea y Estados Unidos se han dado cuenta de que han “descuidado” durante mucho tiempo a Latinoamérica. Que, mientras ellos se ocupaban de asuntos más serios, China irrumpía silenciosamente en la región y se consolidaba como el primer o segundo socio comercial de los países situados al sur del Río Grande. Esa penetración no se ha producido en un día. Ha sido un proceso largo, de al menos dos décadas, y si ahora suenen las alarmas es por la convulsión geoestratégica que está teniendo lugar en el mundo debido al ascenso de Pekín como nuevo polo de poder, en abierto desafío a la hegemonía indisputada que mantenía Washington desde el derrumbe de la Unión Soviética.
En ese reajuste de fuerzas, del que la guerra en Ucrania es hoy la más dramática manifestación, América Latina resurge como objeto del deseo, en primerísimo lugar por su capacidad de producción de materias primas (petróleo, gas, cobre estaño, litio, soja, carne), pero también por su potencial como mercado de consumidores y su proyección como un prometedor cliente para inversiones en infraestructura. La pregunta es si Europa y EEUU, con sus tradicionales apelaciones a los “valores y la historia compartidos”, lograrán frenar la expansión china y convencer a los gobiernos y a los ciudadanos latinoamericanos de que ellos son los socios “naturales” de la región.
Será una tarea difícil, por no decir imposible. El volumen del comercio entre China y Latinoamérica se disparó de 18.000 millones de dólares en 2002 a 318.000 millones en 2020. Las inversiones acumuladas en los últimos tres lustros ascienden a 140.000 millones de dólares. Si se excluye a México, que por razones geográficas –“tan cerca de Estados Unidos y tan lejos de Dios”, según el viejo lamento popular- mantiene unos potentes lazos económicos con su vecino del norte, China aparece ya como el principal socio comercial de la región en su conjunto. Es el primer socio de países como Brasil, Chile, Argentina, Perú y Uruguay, y mantiene tratados de libre comercio con Chile, Perú y Costa Rica. Además, se ha convertido en un prestamista importante para Latinoamérica, así como en un ambicioso inversionista (sigue por debajo de EEUU y la UE, pero ya ha habido años en que los ha superado) y en un actor de primer orden en la ejecución de proyectos de infraestructura. Por ejemplo, le ganó el pulso a la española CAF para la renovación de la línea 1 del metro de Ciudad de México, un jugoso contrato de 1.600 millones de dólares. Esa posición de extraordinaria influencia económica en una región considerada tradicionalmente el “patrio trasero” de EEUU la ha conseguido China con mucho dinero sobre la mesa y una cuidadosa neutralidad en los asuntos internos políticos, a diferencia de EEUU y la UE que, cuando lo consideran pertinente, se ponen quisquillosos con exigencias en materia de democracia y derechos humanos.
En general, puede decirse que Latinoamérica está satisfecha de sus relaciones con el gigante asiático. Y no me refiero solo a países como Cuba, Venezuela y Nicaragua, que han encontrado en ellas un balón de oxígeno económico frente a los bloqueos de Washington. Las relaciones con China han abierto perspectivas inéditas para toda la región, históricamente dependiente de EEUU, que quiere dar el gran salto al desarrollo y encontrar su voz propia en la comunidad internacional. Desde 2017, cuatro países centroamericanos que aún reconocían a Taiwán –Panamá, República Dominicana, El Salvador y Nicaragua- dieron una voltereta diplomática y reconocieron a China. Una de las pruebas más elocuentes del cambio de los tiempos es el protagonismo creciente de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), organismo creado en 2010 como alternativa a la Organización de Estados Americanos (OEA), donde EEUU participa y lleva la voz cantante. China ha celebrado dos cumbres con la Celac (una en Pekín en 2015, la otra en Santiago de Chile en 2018), mientras las cumbres de la UE con Latinoamérica se encuentran suspendidas desde 2015, sin que esta indolencia hubiera preocupado a los líderes europeos hasta ahora.
En noviembre pasado, el alto representante de la diplomacia europea, Josep Borrell, manifestó durante un viaje a Brasil y Perú que “si Europa quiere tener influencia como actor geopolítico, debe prestar más atención a América Latina y el Caribe”. Esa visión se ha vuelto más imperiosa tras la invasión rusa de Ucrania, que ha provocado una escalada sin precedentes en el precio de la energía –por la alta dependencia de Europa del gas ruso- y de los cereales. “Tenemos que tomar conciencia de la nueva realidad geopolítica y tomarnos mucho más en serio la relación de Europa con América Latina”, decía Borrell en julio pasado. El presidente Pedro Sánchez acaba de realizar una pequeña gira por la región y ha anunciado la celebración de una cumbre UE-Celac en el segundo semestre de 2023, coincidiendo con la presidencia española de la Unión. Por su parte, el presidente de EEUU, Joe Biden, fue el anfitrión en julio pasado de una ‘Cumbre de las Américas’ en la que se comprometió a fortalecer los lazos de su país con los vecinos del sur; el encuentro pasó con más pena que gloria, entre otras cosas por las ausencias de varios mandatarios, con el mexicano a la cabeza, en protesta por la exclusión de Cuba, Venezuela y Nicaragua del encuentro.
Algunos analistas latinoamericanos están expresando su preocupación de que la región se convierta en el campo de batalla de una Guerra Fría entre Estados Unidos, secundado por la UE, y China. El papel de Rusia en Latinoamérica se ha desdibujado tras la extinción de la URSS –mantiene acuerdos de cooperación militar con Venezuela, Cuba y Nicaragua- y probablemente se debilitará aún más como consecuencia de los gastos que le supondrá la aventura bélica en Ucrania. “La política exterior latinoamericana debería jugarse por impedir que la nueva Guerra Fría llegue a nuestra región, evitando el alineamiento de las potencias en pugna”, ha señalado el economista chileno Osvaldo Rosales.
Seguramente, los latinoamericanos escucharán hasta la saciedad en los próximos meses que China, hasta hace bien poco elogiada en círculos neoliberales por su pujanza económica, su laboriosidad y su activo papel en la expansión del capitalismo, es una dictadura feroz, que depreda el medio ambiente en los países donde invierte y que en sus relaciones comerciales solo lo mueve el ánimo de lucro. También serán bombardeados con el mensaje de que estamos en un pulso entre democracia y autocracia, en la que América Latina debe alinearse con EEUU y Europa por compartir con ellos “valores e historia”. El gran interrogante es si este discurso, que puede haber tenido eficacia en otros momentos, calará en la Latinoamérica de hoy, donde los beneficios de esa historia compartida y esos pretendidos valores comunes están sometidos a discusión o, en el mejor de los casos, carecen del poder de seducción que algunos quisieran.
Muchos latinoamericanos sienten que la relación con EEUU y Europa a lo largo de la historia ha sido de inferioridad, no exenta de menosprecio, y de que la relación con China, más allá de la consideración que cada cual tenga de este país –sin duda una dictadura-, les ha abierto una puerta para reducir la dependencia de los tradicionales socios occidentales. Lo sucedido con el Covid ha mejorado aún más la imagen de China en Latinoamérica: en los momentos más dramáticos de la pandemia, mientras la UE se mostraba reacia a liberar las patentes de las vacunas y acumulaba dosis para abastecer a su población, China enviaba a la región barcos y aviones cargados con su Sinovac, lo que permitió salvar la vida a millones de latinoamericanos. ¿Lo hizo por desprendimiento humanitario o como estrategia política? Esa pregunta carece de sentido para los que se beneficiaron de la vacuna. A ese viento favorable a China hay que sumar el particular momento político que vive América Latina, con una nueva oleada de mandatarios progresistas o de izquierda que abogan por una región unida e independiente de los planteamientos geoestratégicos de Washington.
En la actual coyuntura internacional, es predecible que Estados Unidos intentará retomar el control sobre su ‘patio’ y que los gobiernos latinoamericanos serán sometidos a fuertes presiones para tomar partido. Resulta difícil pronosticar qué camino tomará finalmente la región en el caso de que la confrontación entre EEUU y China llegue a un punto de no retorno. Del mismo modo es imposible adivinar qué consecuencias tendrá en el largo plazo para la región una relación de dependencia con China. La única certeza es de que la nueva Guerra Fría ya está aquí.
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