Había terminado de escribir todo lo que tenía que escribir ese día y por fin podía darle algo de bola a Amaru. Le pregunté si quería venir conmigo a comprar algo. Nos pusimos los abrigos y salimos a la calle. Él, atolondrado y más feliz que un perrito que por fin sale a mear. Yo, sintiéndome por fin una madre sin culpas. A la altura del locutorio El Paisa, Amaru empezó con lo de “a que no me pillas cara de papilla” y tengo el recuerdo exacto de que mis pies se elevaron unos centímetros del suelo e hicieron ese movimiento confuso que hacen los pies de los Picapiedras cuando están listos para ponerse en polvorosa. Lo último que vi fue la cara pícara de Amaru desaparecer al girar por la esquina, mientras agobiada levantaba el brazo para gritarle que me esperara un poco. La maternidad a los 40 es un deporte de alto riesgo.
Entonces caí como un árbol en mitad de un bosque, es decir, sin hacer ruido. O eso dicen los filósofos. No existe la luna si nadie la está mirando. Nadie cae si no lo ves caer. Mucho menos un árbol en un bosque. O un ser humano en medio de una calle desierta. Y sin embargo, la gente cae. Nadie escuchó el estrépito secreto de mis huesos. Lo que más me ha fascinado desde que me ocurrió es que tropecé con el brazo derecho levantado. Leí luego que esa es una manera infalible de romperse por dentro. Caí con el brazo derecho perfectamente estirado señalando el sol. Caí como cae un facha. Nada más indigno de mi estirpe. Podrían haber trazado la silueta de mi cuerpo en el suelo después de recogerlo y habrían podido pensar, quienes no me conocen, que era la huella del cuerpo de un nazi que ha muerto en su ley.
Amaru lloraba a mi lado viéndome hacer ese saludo absurdo a la muerte, desconsolado porque estaba estropeando el juego. Pensé en todas las veces que Jaime, que es mucho más paranoico que yo, había tenido la pesadilla de morir solo delante de sus hijos. Días después, imaginaba, los encontrarían famélicos abrazados a su cadáver putrefacto. Recordé que antes de aprender a hablar mi hija sabía que debía llamar al 112 si un día su padre se desplomaba de repente.
Pero me equivoqué, porque la leña del árbol caído que a esas alturas era yo sí había hecho ruido en el bosque de indiferencias. No estábamos tan solos. Las peluqueras dominicanas se acercaron para preguntarme si mi marido me había pegado. Un policía de paisano me dio agua. Gente anónima descifró el mensaje que salía de mis balbuceos: “Jaime, calle, puerta X, garaje, caer... ¡Comarca! ¡Bolsón!” Y fueron en busca de ayuda. Pronto Amaru estuvo a buen recaudo. Mis amores a mi lado. Los benditos del Samur me inyectaron drogas y emprendí el viaje en ambulancia más psicodélico de mi vida. En esos minutos el dolor era una cosa lejana con la que, sabía, iba a reencontrarme poco después. Los benditos médicos residentes de guardia de la bendita sanidad pública me explicaron que me había roto un hueso del hombro derecho, el húmero para ser exactos, en tres pedazos, se me había caído el hombro hacia abajo. En la radiografía mi hueso parecía un colmillo.
Lo primero que pensé fue: no podré escribir. Lo segundo que pensé fue: no podré cobrar. Lo tercero que pensé fue: no podré luchar. Lo cuarto que pensé fue: no podré masturbarme. Primero creí que el patriarcado me había enviado una maldición. Luego pensé que yo misma me había tirado a posta al suelo para descansar por fin, para que el resto cuidara de mí. Una gran amiga me dijo que por qué no iba a tener derecho yo a caer, a caer de vez en cuando.
Todxs tenemos derecho a parar alguna vez. Muchas buenas personas me mandaron deseos de salud pero yo estaba furibunda.
Vox llevaba ya varios días haciendo su despliegue escénico en España. Qué mal momento para estar de baja. Ahora que la ultraderecha pone sus condiciones, hace sucios pactos contra mujeres, gays y migrantes, en suma todo lo que soy, tengo un cabestrillo y un brazo menos. Cuando más nos quieren hacer retroceder no puedo ni enviar un tuit y estoy muy lejos de ir a una manifestación o de poder escribir una columna decente. Ahora lo intento, literalmente con dolor, imaginando cómo dentro de mi brazo se contraen en cada golpe de teclado el hueso, el metal, la carne y los tornillos para producir algo de sentido entre estas líneas.
Lo mejor de caer como un árbol es saber que hay un bosque. Lo mejor de caer como un ser humano es aceptar la caída como parte del resurgimiento. Lo mejor de caer como un facha es darnos cuenta de que los fachas algún día van a caer. Y ahí se quedarán.
Estoy por empezar mi rehabilitación en la bendita sanidad pública. Me queda mi brazo izquierdo, que se pone cada día más musculoso. Por ahora mi terapia consiste en escribir con dolor. También en hacer ascender mis dedos como hormiguitas por una pared y dejar una muesca diaria para ver hasta dónde soy capaz de llegar. Es como volver a crecer. Llegaré a tiempo para votar en las municipales contra los cruzados y sus cómplices. Eso sí, me faltan meses para poder hacer el saludo nazi. La buena noticia es que nunca me ha hecho falta, puedo vivir sin ello. Y eso que en los tiempos que corren ese es un motivo más de persecución. Pero qué diablos, también de orgullo. Recuperaré la furia de mi brazo más pronto que tarde y será solo para responder a su declaración de guerra.