Todos los que hemos rozado estos días el oro con la punta de los dedos o con la carne jugosa de los labios sabemos lo duro que es tener la gloria a centímetros y perderla. Están siendo raros estos juegos de Tokio 2020 que se disputan, ya saben por qué, en el 2021. Raros, pero hermosos. A pesar de la frialdad de los estadios vacíos por el virus, están pasando cosas que pueden reconciliarnos con el hiperprofesionalizado deporte de élite.
Habíamos convertido en nuestro imaginario a los atletas en máquinas perfectas, engrasadas durante años para triunfar, para subir al escalón más alto del podio a escuchar el himno y colgarse la medalla. En Tokio estamos recuperando, por fortuna, la verdad. Los atletas, las atletas, son personas, con talento, sí; con cualidades físicas asombrosas que potenciadas por la técnica y la voluntad les llevan a batir récords imposibles, también. Pero sólo unos pocos, muy pocos, pueden transitar el Olimpo de los dioses. Incluso los elegidos también pueden tener debilidades. Y ha llegado el momento de dejar de esconderlas.
Naomi Osaka, la deportista mejor pagada del mundo, portadora del último relevo de la llama olímpica que prendió el pebetero en la ceremonia inaugural, número dos del tenis mundial, esperanza segura de ganar una medalla de oro para Japón, cayó eliminada en la tercera ronda por la checa Marketa Vondrusova, 42 en el ránking de la WTA. Osaka ya había renunciado a jugar el último Roland Garros, no se sentía capaz de asumir la presión de las ruedas de prensa que por contrato estaba obligada a dar durante la competición. Tampoco acudió a Wimbledon, el último gran torneo antes de los Juegos. “Está bien no estar bien”, declaró en una entrevista en la revista Time. ¡Brava!
Simone Biles iba a ser la reina de los Juegos. Seis medallas casi seguras la esperaban (ya ganó cuatro de oro y una de bronce en Río 2016). Cuando el martes en el pabellón Ariake da comienzo la competición, aún nadie sabe que la mejor gimnasta de todos los tiempos y un símbolo para las atletas negras estaba punto de romperse. “Se pierde la gimnasta, se gana la persona”, escribía en su crónica Carlos Arribas. La propia Simone había dejado un aviso en su Instagram la noche antes de la final: “Muchas veces siento de verdad como si cargara sobre mis hombros el peso del mundo. Sí, ya sé, hago como si nada y hasta parece que la presión no me afecta, pero narices, a veces es demasiado difícil”.
La historia de Anna Kiesenhofer es diferente, pero no tanto. La ciclista austríaca, lejos de los escaparates de la gloria, fuera de los equipos profesionales, sin la presión de los medios ni de los aficionados, ganó el oro en la prueba de ciclismo en ruta femenino. En solitario, frente al poderoso equipo de los Países Bajos, su gesta era tan inesperada, que Annemiek van Vleuten, la favorita para la victoria, entró en la meta levantando los brazos creyéndose triunfadora. Ignoraba que Anna había llegado un minuto y quince segundos antes que ella.
El ciclismo, con su dureza y su épica, es un deporte que amo, pero no podemos ignorar que durante años ha estado rodeado de sospechas y trampas. El dóping, la tecnología, incluso la posibilidad de que algunas victorias se lograron con la ayuda de pequeños motores eléctricos, ha acabado con el prestigio de muchos campeones. Y también con la fe de los aficionados. Pero esta carrera, en la que no había tecnología, ni pinganillos y se hacía difícil coordinar las tácticas de equipo, nos ha devuelto al imaginario de las gestas de uno de los deportes más duros, esas que tan maravillosamente cuenta en Plomo en los bolsillos Ander Izagirre.
Aún quedan muchas jornadas de competición, pero estos juegos, que para Japón iban a ser un escenario perfecto para demostrar su poder tecnológico más que deportivo, es posible que pasen a la historia por abrir la puerta a que el deporte de élite se humanice un poco y sepamos aceptar a los héroes con todo su equipaje, no sólo con lo que más brilla. Y sepamos aceptar a las personas no sólo con lo que más brilla, también con todo su equipaje.