Una de las enfermedades más comunes del periodismo es el ‘periodismo de Estado’. Es fácil detectar al profesional que la padece: se expresa con ínfulas de estadista, de quien conoce los entresijos de la realidad mejor que nadie, y alardea en tertulias y reuniones de poseer informaciones de suma trascendencia que, por responsabilidad, debe mantener en reserva, porque soltarse de la lengua podría afectar importantes intereses. Cuando el periodista se ufana de saber mucho más que lo que cuenta, podemos diagnosticar que su enfermedad es irreversible, y solo cabe desearle una honrosa extremaunción profesional.
El 'periodismo de Estado' es un mal que está al acecho desde el mismo momento en que el informador da sus primeros pasos en el oficio. Cualquiera puede resultar contagiado al menor descuido, pero está demostrado que la enfermedad ataca más fácilmente a quien carece de anticuerpos suficientes contra esa debilidad demasiado humana llamada vanidad, tan bien retratada en el Eclesiastés. Hay que reconocer que no es fácil resistirse al atractivo de estar cerca del poder: que un presidente te dé una palmada afectuosa en la espalda, que participes en corrillos con un rey, que un banquero te invite a una cena en su casa… De ahí a perder la noción de la función del periodismo solo hay un pequeño paso, que algunos, embriagados en su fatuidad, dan incluso sin darse cuenta.
Un periodista padece 'periodismo de Estado', por ejemplo, cuando asume como un hecho inevitable, e incluso necesario, la existencia de las cloacas del Estado, como se escuchó este miércoles a uno de los participantes en el acto de presentación del libro 'El jefe de los espías', una biografía del ex jefe de los servicios secretos, Emilio Alonso Manglano, escrita por los periodistas del ABC Juan Fernández-Miranda y Javier Chicote ¡Si todos los países las tienen! ¿O cómo piensan algunos que se garantiza la seguridad y el bienestar de los ciudadanos?, ¿Es que hay que explicarles como niños pequeños que la democracia tiene alcantarillas, o se han creído el cuento de que las cosas funcionan por arte de magia?
Sí: es probable que todos los países tengan sus cloacas. Pero la función del periodista no es aceptarlas con aspavientos de gran estadista, sino resistirse éticamente a su existencia, así lo tachen de ingenuo, y meter las narices en esos desagües para denunciar eventuales vulneraciones de la legalidad y los derechos. La connivencia de muchos informadores con la pretendida 'razón de Estado' los llevó a no enterarse –en algunos casos, peor aún, a enterarse y hacerse los suecos- cuando los GAL asesinaban o secuestraban a ambos lados de la frontera con Francia, o cuando agentes del CESID perpetraban operaciones inconfesables para proteger a Juan Carlos I de sus escándalos amoroso-financieros, o, más recientemente, cuando desde el Ministerio del Interior del Gobierno de Rajoy se creó una “brigada patriótica” para espiar a supuestos enemigos del Estado y, ya puestos, desbaratar pruebas de las corruptelas del PP. Que se sepa, todas esas operaciones en las alcantarillas, más que garantizar nuestra democracia, lo que hicieron fue socavarla.
La historia del “oficio más bello del mundo”, como lo definió García Márquez, está llena de silencios cómplices con el poder, como el ya legendario que guardó The New York Times tras enterarse del plan de la CIA para invadir Bahía Cochinos, operación que tuvo un resultado trágico para EEUU. Por supuesto que el 'periodista de Estado' replicará que las cloacas auténticas son otra cosa. Las verdaderas cloacas, dirá, son un asunto muy serio, en el que muchos hombres y mujeres se juegan la vida siete días a la semana y 24 horas al día para que tú puedas vivir en una sociedad libre y próspera.
Una democracia, para que sea merecedora de tal nombre, exige una permanente fiscalización de las instituciones por parte de la ciudadanía. Y el periodismo es uno de los instrumentos por excelencia para desarrollar esa tarea. Ello exige no traspasar ciertas fronteras en las relaciones con el poder, eso que llaman 'líneas rojas', como lamentablemente ha sucedido en muchos casos desde la Transición hasta nuestros días. Por fortuna, cada vez hay mayor diversidad de medios y se han multiplicado los recursos tecnológicos para divulgar la información. No cabe duda de que 'periodistas de Estado' seguirán existiendo, al menos mientras siga existiendo la vanidad. Lo que ha cambiado es que sus silencios no tienen hoy el mismo poder de ocultación de los hechos que tenían antaño.