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En eso consistió vuestra famosa Guerra Civil

20 de octubre de 2022 22:22 h

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“Un aparador, una mesa, un mueble haciendo juego, lámpara, seis sillas, cuatro sillones de mimbre, dos mecedoras, cinco cuadros, dos platos de adorno, tazas, vasos y platos sueltos (…) cazuelas y pucheros de aluminio (…) Cama grande completa con mesillas, dos banquetas, armario, cómoda, coqueta, lámpara, cacharro de adorno (….)”.

Son solo unos pocos fragmentos del expediente nº 956 del Tribunal Regional de Responsabilidades Políticas de Valencia, en 1939. Detalla hasta el último mueble, adorno o menaje encontrado en el domicilio del investigado, paso previo para su incautación. Hasta los ceniceros y las cortinas. También varios cuadros, de los que no se menciona autoría, aunque sabemos que eran de Ramón Gaya o José María Ucelay, entre otros. Y una biblioteca con seis o siete mil libros.

El expediente, localizado en el Arxiu del Regne de València por el investigador Pascual Llopis, fue instruido contra el escritor Max Aub cuando ya estaba fuera de España. El propio Aub se reencontró con algunos de sus libros treinta años después, en su breve y amargo regreso. Estaban en la biblioteca de la Universidad. El resto, perdido el rastro, como todos sus bienes incautados.

Es un caso entre miles, entre cientos de miles de represaliados por el franquismo que, además de asesinados, encarcelados, depurados o exiliados, sufrieron la incautación de sus bienes. Como las decenas de cuadros y objetos valiosos que decoran hoy el Instituto Ramiro de Maeztu, según la importante investigación de Peio H. Riaño en este periódico.

La biblioteca de Aub o los cuadros del Ramiro son una mínima parte del interminable saqueo que los vencedores de la Guerra Civil ejecutaron sobre los vencidos. Pinturas, esculturas, tapices, bibliotecas, sí, pero también casas, miles de casas, en muchos casos previo desahucio de la familia de un asesinado, que quedaba totalmente desamparada. Fincas. Fábricas, tiendas, farmacias, imprentas, bodegas. Vehículos, animales de campo, cosechas almacenadas. Sedes de sindicatos, partidos, ateneos obreros y republicanos, asociaciones. Dinero, millones de pesetas depositadas en bancos, guardadas en domicilios, o en moneda republicana que perdió todo valor. Joyas, cuberterías, objetos familiares. Y todo ese menudeo: sillas, lámparas, ceniceros, armarios llenos de ropa.

No solo bienes: el saqueo incluyó los empleos de los vencidos. Puestos de trabajo ocupados por los leales, y a menudo por los delatores, lo mismo un alto cargo que una portería. Empleos públicos que tras la depuración se repartían a ex combatientes y familiares de las víctimas del bando franquista. Profesorado, cátedras universitarias depuradas a fondo y donde se instalaron quienes por méritos propios nunca las habrían conseguido. Y otro día hablamos del saqueo añadido que siguió a la guerra y posguerra: las empresas beneficiadas por la dictadura.

De mucho de ese saqueo quedó constancia documental. Porque aunque en sus primeros momentos fue una razia al calor de la guerra, consentida y favorecida por las autoridades, pronto el expolio quedó a cargo del Estado franquista, que lo organizó y dirigió mediante sus tribunales represivos, y lo anotó y registró en decenas de miles de expedientes de incautación. Todo quedó documentado, minuciosamente documentado, tal era la confianza en su impunidad que tenía el franquismo.

¿Cuántos patrimonios familiares, cuántos éxitos empresariales, cuántas posiciones de poder se ganaron en la guerra y la dictadura a costa de los vencidos, y se mantuvieron intactas ya en democracia? Una parte del patrimonio expoliado se restituyó, sobre todo el de partidos y sindicatos (y no todo, ni a todos), pero la mayor parte del saqueo sigue intacto. ¿Es demasiado tarde ya para recuperar lo incautado y reparar a los expoliados? La pregunta más bien sería: ¿por qué no se ha abordado antes, mucho antes?

Mi hipótesis, llámenme conspiranoico: los obstáculos y retrasos que las víctimas del franquismo han encontrado en democracia para obtener reparación, y que hacen que en pleno 2022 siga pendiente lo más básico (la recuperación de las fosas comunes), han tenido un objetivo: retrasar lo máximo posible la última reclamación, la económica, en la confianza de que no quedase nadie vivo para reclamarlo. Que nos olvidásemos todos, que el paso del tiempo sancionase el expolio como irreparable, cosa del pasado, de otra época, como si hablásemos de los mármoles del Partenón en el Museo Británico (que además Grecia sigue reclamando). O que no se pudiera seguir el rastro y encontrar a sus legítimos propietarios, como si fuesen piezas babilónicas que durante milenios pasaron de imperio en imperio, de saqueo en saqueo.

Nada de eso. No hace milenios, estamos a tiempo. Este viernes entra en vigor la ley de memoria democrática, que contempla una auditoría de bienes incautados, primer paso para resarcir a los afectados. Se da un plazo de un año para realizarla, pero buena parte del saqueo está ya investigado, documentado, por historiadores, asociaciones y las propias familias.

Ahí está, por ejemplo, el famoso Cortijo Gambogaz, cerca de Sevilla, “comprado” por Queipo de Llano en una operación que fue pura ingeniería financiera para darle apariencia de legalidad, y por supuesto blindada ante notario. Queipo, que saqueó hasta el espacio para su tumba, enterrado en uno de los lugares más populares y visitados de Sevilla, la Basílica de la Macarena. En vigor la ley, no hay más excusas.

Llevo años recomendando una de las mejores novelas de la literatura española reciente, que permanece desconocida pese al esfuerzo de editores y lectores fieles: Jugadores de billar, de José Avello. No es una novela sobre la guerra civil, pero ésta es su fondo moral. Y hacia el final del libro hay un diálogo que he citado mil veces, cuando uno de los protagonistas, tras descubrir el origen sangriento de la fortuna familiar, sentencia: “En eso consistió vuestra famosa guerra civil. Un robo escriturado y legalizado ante notario”.