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Decadencia

El puente romano y el Castillo de Osma.

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Como ser que vive en el tiempo y con conciencia de él, me paso la vida saltando de atrás adelante, buceando en mis recuerdos o imaginando futuros que no conoceré.

La nostalgia es un sentimiento que todos experimentamos en determinados momentos de nuestra existencia, ese dolor dulce al recordar las cosas pasadas, perdidas, irrecuperables. Desde que los seres humanos empezaron a escribir y dejar constancia de sus pensamientos y sentimientos, tenemos textos en los que podemos leer que los tiempos pasados fueron mejores, que las nuevas generaciones no están a la altura de las anteriores, que se ha perdido el respeto, la capacidad de trabajo y entrega, el sentido del honor, el orgullo del sacrificio por la comunidad, el amor a la patria y tantas otras cosas deseables. Leemos también que la sociedad que con tanto esfuerzo hemos llegado a construir se perderá por culpa de esa decadencia a la que nos hemos entregado y tendremos que empezar de cero. Resulta curioso darse cuenta de que es algo recurrente en cada momento histórico, algo que ya decían los griegos, los romanos y prácticamente todas las civilizaciones que nos han precedido. De hecho, deberíamos habernos extinguido ya y, sin embargo, seguimos aquí.

Pero... -siempre hay un pero- resulta que hasta cierto punto tenían razón y ha habido momentos históricos en los que de verdad se ha perdido la civilización existente y han hecho falta un par de siglos para recuperarla. Por poner un ejemplo, cuando en mi adolescencia nos enseñaron las iglesias románicas -San Miguel de Lillo, Santa María del Naranco y varias más, tan pequeñitas y simples, tan bellas- me llamó mucho la atención lo primitivas que resultaban comparadas con los grandes edificios de la antigüedad que ya habíamos estudiado durante el curso -el Partenón, el Coliseo, el Pantheon...- y entonces la profesora nos explicó que en la época de esplendor en Roma se construían maravillas como esas y como los grandes acueductos y puentes y otras obras de ingeniería, pero que, con la caída del imperio romano, en un par de siglos se perdieron los saberes y habilidades, y los nuevos constructores de las siguientes generaciones ya no eran capaces de abrir ventanas sin que se les cayera el edificio, de modo que no tenían más remedio que hacer unos vanos estrechísimos. Del mismo modo, en los primeros siglos de la Edad Media, cuando un noble recibía del rey un territorio, se obligaba a mantener los puentes en buen uso porque no había nadie capaz de construir uno nuevo, de cero, igual que había que mantener las carreteras romanas porque se había perdido el saber de cómo hacerlas.

Eso es algo que siempre me dio vueltas por la cabeza: cómo es posible que en un par de generaciones se pierda todo de esa manera. En el instituto resolvían esta duda con presteza y simplicidad diciendo que la civilización romana se destruyó porque se volvieron decadentes, y nos enseñaban imágenes de patricios en el triclinio comiendo uvas, yendo a las termas y -ya sin imágenes- entregándose al sexo indiscriminado. Yo, claro, nunca llegué a entender qué relación tenía el comer uvas con la pérdida de una civilización y un imperio. En la universidad aprendí más cosas y comprendí mejor el hundimiento de Roma, igual que mucho después, al descubrirla a mi alrededor, empecé a comprender qué querían decir con eso de la “decadencia”.

Como me gusta imaginar el futuro y extrapolar a partir de nuestro presente, me ha dado por pensar qué nos espera en las próximas generaciones. Es un simple ejercicio mental, y ni siquiera tiene por qué acertar, pero encuentro interesante plantearme qué puede pasar si seguimos por donde vamos. Es evidente que los oficios “de siempre” se están perdiendo y cada vez a mayor velocidad. Ahora tenemos máquinas que nos sustituyen en muchos oficios y otros desaparecen sin más. Es algo que ha sucedido siempre y a nadie le preocupa. Vivimos en una sociedad en la que la mayor parte de nosotros ya no sabe hacer nada más que lo que le da de comer y quizá un par de otras cosillas que le interesan y que ha aprendido como hobby. Casi nadie entiende nada de agricultura, ya que todo se encuentra en el supermercado más próximo y, excepto por afición, nadie se pone a cultivar nada comestible, salvo quizá una tomatera en la terraza. La mayor parte de nosotros no tenemos ni idea de cómo o por qué funciona un frigorífico o cómo reparar una lavadora. Para eso hay especialistas a los que podemos llamar, vienen a casa, lo arreglan, pagamos y ¡listo! ¿Quién sabría construirse una cabaña, por no hablar de una casa? Solo los que trabajan en ese sector. Nadie cose su ropa, casi nadie se corta el pelo ni se arregla las uñas siquiera sin ayuda de un profesional. Hemos creado una sociedad altamente especializada y eso es progreso. Estamos orgullosos, con razón, de haberlo conseguido. Pero estamos entrando en una época en la que, sin acudir a los conocimientos acumulados en internet, ya no somos capaces de hacer nada, o cada vez menos cosas.

Hay muchísima gente que ya no sabe siquiera leer un mapa y llegar a donde quiere ir. Sin navegador y sin esa voz incorpórea que te va guiando, muchas personas no distinguen norte de sur y además piensan que da igual, que para qué. Todo el mundo usa la calculadora del móvil para cosas tan sencillas como dividir la cuenta de un restaurante entre unos cuantos amigos. Y todos ellos han ido a la escuela y han aprendido a sumar, restar, multiplicar y dividir, pero la calculadora es más rápida y, además, no se equivoca nunca. Cada vez más gente compra por internet eligiendo de un catálogo; los productos elegidos llegan a casa sin ningún esfuerzo por tu parte. Cada vez menos gente sabe escoger personalmente una fruta que esté en su punto. Casi nadie abre un producto, lo huele y lo prueba para ver si está bien; se limitan a mirar la fecha de caducidad y, si se ha pasado, lo tiran a la basura sin más. Estamos dejando nuestras competencias y habilidades en manos de máquinas, de sistemas, de algoritmos, de nebulosas que no comprendemos y que nos manejan a su antojo (o más bien al antojo de sus creadores). Vemos películas y leemos libros que las plataformas que solemos usar nos recomiendan basándose en lo que ya hemos visto o leído, con lo cual acabamos viendo y leyendo siempre lo mismo.

Estamos en una época en la que apenas hay creación original y, cuando la hay, no consigue imponerse porque siempre es difícil romper moldes y que el público acepte lo nuevo; la inercia es más fácil. Nos han llenado de remakes, cover versions, sequels and precuels (¿no les llama la atención que todos estos conceptos vienen en inglés? Es decir, que son ideas y productos que nos inundan desde fuera de nuestra mentalidad y que nos tragamos dócilmente e incluso con entusiasmo). Da la sensación de que, como lo único que cuenta es ganar dinero, todo el mundo prefiere jugar sobre seguro y repetir fórmulas hasta la saciedad con la excusa de que las nuevas generaciones aún no conocen... Romeo y Julieta, Sabrina, Alien, Dune, El padre de la novia... o lo que sea: se eligen nuevos actores -todos guapos y jóvenes, por descontado- y se narra otra vez lo mismo tratando de adecuarlo un poco a los nuevos tiempos. Es como si estuviéramos viviendo al final de un barroco extremo, de un rococó que no tiene fin en el que todo se retuerce, se exagera, se repite una y otra vez, sin salida.

Entre todas estas cosas y las que empiezan a proliferar en nuestra sociedad hecha para ricos -como por ejemplo spas para animales de compañía o parques acuáticos para perros y sus amos- se empieza a vislumbrar esa “decadencia” que no consiste en comer uvas reclinados en un triclinio, sino en ir haciéndose perezosos, lentos, ególatras; olvidarse de la res publica, de las legítimas preocupaciones de un ciudadano consciente; en ir entregando nuestras decisiones y responsabilidades a gente que no conocemos, pero que sabemos -o deberíamos saber- que solo tienen un interés: el dinero y el poder.

Imaginen que un día, por lo que sea, -accidente, ataque terrorista, guerra mundial... cualquier cosa- nos quedamos sin internet, cuando ya vamos por la tercera o la cuarta generación de personas que no han aprendido a hacer nada sin ayuda digital y que se han acostumbrado a tener todo lo que desean a la distancia de un click en su ordenador o una orden verbal a su móvil. De repente la sociedad se viene abajo porque todas las cadenas de distribución de toda clase de productos se hunden. Ya no podemos volar, ni regresar a nuestro país si estamos lejos en ese momento. Las comunicaciones se interrumpen de pronto. Nos quedamos solos, aislados, con los conocimientos que tenemos -que cada vez son menos- y sin ser capaces de recuperarlos porque, dentro de unas cuantas generaciones, la palabra escrita se habrá vuelto incomprensible, mucho más si el texto está escrito a mano. Nadie sabrá encontrar nada en una enciclopedia en una biblioteca. Casi nadie sabrá hacer cuentas y cálculos. La medicina caerá en picado porque los hospitales dependen de sistemas informáticos complejísimos.

Los grandes empresarios de los grandes monopolios de todo lo que existe, los que controlan el dinero, se convertirán en los nuevos señores feudales dando trabajo no especializado y barato, muy barato, a quienes se hayan quedado sin empleo -millones de personas- y se creará una nueva esclavitud, nuevos siervos de la gleba, vigilados por cómitres humanos o por robots, ya que es posible que el acceso a las antiguas tecnologías quede limitado a la clase superior que podrá permitirse sojuzgar a toda la población.

En fin... extraños sueños de extraños futuros en los que quizá tengamos que cuidar las carreteras y los puentes que aún existen porque no sabremos construirlos nuevos y volveremos a tener cabañas pequeñas sin ventanas ni cristales.

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