Diccionario del interior
a
América. Las llaman ‘blue highways’: carreteras azules. Con ese color aparecían trazadas en los mapas viejos de Estados Unidos cuando aún se usaban mapas y alguien quería desviarse del camino. William Least Heat-Moon lo hizo. Estaba recién divorciado y acababa de perder su empleo de profesor. Una noche tuvo una idea. Y la cumplió: cogió su camioneta y recorrió 20.000 kilómetros por la otra América. La rural, la interior, la invisible. La América de las carreteras azules. Bordeó todo el perímetro de los Estados Unidos entrando en esos lugares en los que, al pasar cerca, uno piensa cómo debe de ser vivir aquí dando un vistazo de curiosidad y temor. Por la noche, William dormía en la parte trasera de la furgoneta. Durante el día, conducía y entraba en pueblos con nombres poéticos como Remote (Oregón), Simplicity (Virginia), New Hope (Tennessee) o Whynot (Misisipi). Acodado en la barra de bares en penumbra, respondía a la pregunta básica en aquel mundo perdido: ‘What is your story?’. Es decir: de dónde vienes, a qué te dedicas, quién eres. Cuál es tu historia. William llegó, vio y escuchó. Aquel viaje dio como fruto un libro clásico: ‘Carreteras azules. Un viaje por Estados Unidos’ (editado en España por Capitán Swing). Cuarenta años antes del trumpismo, alguien ya detectó que la América interior había sido olvidada. Subrayo una frase: La cuarta dimensión del viajero no es el tiempo, sino el cambio. Conclusión: Para entender, ver.
b
Bucolismo. Con ‘Walden’, Thoreau hizo mucho bien: contribuyó a elevar la imagen de la vida sencilla en la naturaleza. Cuando somos pausados y sabios –escribe Thoreau– percibimos que solo las cosas grandes y dignas tienen una existencia permanente y absoluta, que los temores mezquinos y los placeres mezquinos no son sino la sombra de la realidad. Muy evocador. Con ‘Walden’, Thoreau, y sus apóstoles epigonales, también hicieron mucho daño: impregnaron de bucolismo la vida en los pueblos poco habitados. Es un error estereotipar el interior despoblado con las bondades de un ‘locus amoenus’: naturaleza, libertad, calma. También lo es dibujarlo como un lugar inhóspito, anacrónico, condenado. ¿Entonces? Simplemente, ser honestos: mostrar que esta tierra surcada por el silencio atesora enormes valores, pero que también encierra un conflicto latente.
c
Campesinos. Hay una confusión que chirría, que ya cansa. No todo aquello que no es ciudad es campo ni está despoblado. Hay ciudades, pueblos grandes, pueblos pequeños, pueblos en proceso de despoblación y pueblos ya deshabitados. Y no todos tienen campo o –mejor dicho– viven del campo. Hay un libro profundo, culto y bellamente escrito: ‘Vidas a la intemperie’ (Pepitas), de Marc Badal. Disecciona una historia, no necesariamente amarga siempre: la desaparición del campesinado. Lleva razón Badal: La mirada urbana ha escrito la historia. Ha determinado lo relevante y lo memorable. También sobre el campesinado. También con su ración de Edén y nostalgia ‘post mortem’. También con imágenes distorsionadas de sus difamadores y sus falsos aduladores.
d
Despoblación. Eso pensaba yo: escribir un libro periodístico con las voces de la despoblación europea más extrema. El resultado fue algo distinto. Porque el mío no fue solo un viaje de 2.500 kilómetros por las tierras españolas más deshabitadas. Eso pensaba yo. Pero no. Fue también un descenso a la soledad, al silencio, a la capacidad de lucha y resistencia, al poder de la utopía, al anarquismo ético, al anticapitalismo sin pancarta. Todo eso lo vi en un monasterio burgalés apartado, en un campo de fútbol regional conquense, en una aldea riojana sin electricidad, en un aula rural aragonesa. Siempre en minúsculas, sin teorías.
e
España. Preocupa Catalunya. Se rompe España. Pulseras rojigualdas. Odio para zurcir un país. Y mientras, el dinosaurio sigue ahí: un país fracturado por su interior. La investigadora Pilar Burillo lo llamó ‘demotanasia’: la desaparición lenta y silenciosa de la población de un territorio. Con mapas, excels y paciencia, Burillo la ha ido radiografiando. El 54% del territorio español –4.375 municipios en total– tiene una densidad de población inferior a 12,5 habitantes por kilómetro cuadrado. Por debajo de 10 ya se considera desierto demográfico. Madrid tiene 5.266 hab/km2. La mancha de la Serranía Celtibérica –la Laponia del sur– sigue erizando la piel: 1.311 municipios repartidos entre las provincias de Teruel, Zaragoza, Cuenca, Guadalajara, Burgos, Segovia, Soria, Castelló, València y la Rioja. De esos 1.311 municipios unidos, solo cuatro superan los 10.000 habitantes (Teruel, Soria, Cuenca y Calatayud). En un territorio que dobla en extensión a Catalunya o a Bélgica, solo hay empadronadas 460.000 personas. Que vivan allí todo el año, quizá serán la mitad. En cambio, de los balcones cuelgan banderas. Y lo que preocupa es Catalunya. A por ellos. ¿España? Mejor que lo llamen dinero. O bilis.
f
Futuro. Hay un giro copernicano. Sucede cuando la mirada deja de centrarse en el futuro –cuántos pueblos desaparecerán, cuántos habitantes perderán, cuándo se irá el último vecino, qué porvenir aguarda al interior– para fijarse en el presente –qué desigualdades sufren hoy estas poblaciones, qué derechos constitucionales son incumplidos allí, cómo puede mejorarse la vida de sus gentes. No es el futuro; es, sobre todo, el presente. Que un pueblo desaparezca dentro de 30 años es un drama. Que un pueblo y sus gentes agonicen hoy es un drama mayor. Hay otro giro copernicano: no hablar del padrón de Bubierca; hablar de Antonio Monreal.
g
Gancedo. Prudencia, Progreso, Juana, Higinio, Rafel, Babil, Txantxa, Crispín, Exuperio. Los nombres que desfilan por ‘Palabras mayores’ (Pepitas) son una declaración de intenciones de esta joya de papel. El periodista leonés Emilio Gancedo aúna los cinco sentidos del buen cronista: oído paciente, mirada noble, piernas incansables, lengua exquisita y gran corazón. Su largo viaje por la memoria rural de este país diverso, única España real, es una lumbre, débil pero viva, entre tanta oscuridad. Un filandón itinerante escrito para perdurar, no para retuitear. Quedará.
h
‘Highlands’. Son las Tierras Altas de Escocia, uno de los pocos lugares donde el invierno demográfico no solo se ha frenado, sino que se ha revertido. Más habitantes, más servicios, más futuro. Lo han hecho a través de una Agencia de Desarrollo Territorial, activa desde 1965, que está financiada con fondos públicos pero que es autónoma, está despolitizada, trasciende legislaturas y funciona alejada de las capitales e implantada en el territorio despoblado. Sin despotismos ilustrados.
i
Indígenas. Que Joe Sacco es uno de los grandes reporteros del presente está fuera de discusión. Su trabajo tiene una virtud: invita a una lectura lenta y envolvente, no la fugaz y epidérmica que hoy abunda. Su último libro se titula ‘Un tributo a la tierra’ (Reservoir books). Es la crónica dibujada del genocidio de la cultura indígena del noreste de Canadá y de la tierra que habitan los denes. Página 69: se recuerda la propuesta en los años 70 de hacer un gaseoducto que atravesara el valle del río Mackenzie. Hubo una investigación y prestaron declaración algunos representantes nativos. Declara Frank T’Seleie, del Fort Good Hope: Estamos despertando y descubriendo que, dejando a un lado los folletos vistosos y las promesas, dejando a un lado las sonrisas y las palmaditas en la espalda, dejando a un lado la palabrería amable, lo que en realidad está haciendo su nación es destruirnos. Declara Richard Nerysoo, del Fort McPherson: Para nosotros el progreso implica ser personas más sabias. Implica estar en contacto estrecho con la tierra y la naturaleza. En cambio, el gaseoducto implica la llegada de más blancos seguidos todavía de más blancos. Apartan a los indios y luego se lo quedan todo.
j
Juanito. Setenta y siete años, estatura corta, muleta en el brazo derecho, gorra vieja, zapatones gruesos para un paso lento, dedos encorvados, manos trabajadas, barba cana de tres días y ojos acuosos que mojan una mirada humilde, libre, anárquica; de quien sabe más de lo que aparenta. Sus abuelos vivieron en Sesga. Sus padres vivieron en Sesga. Él ha vivido en Sesga, una aldea en el confín interior de València. Dice: Yo no soy para estar bajo amo. No soy para trabajar en un sitio del que te despachen por llegar tarde y adonde no puedas ni hacer la siesta. No, en amo no. Yo aquí he estado siempre libre. Para mí sí que son esclavos en las ciudades, dice. A muchos les parece que viven mejor. Pero yo, de criado, cuanto más lejos mejor. No he sido rico, pero no he pasado hambre ni me ha faltado nada. Y si a otros les gustan las hipotecas, a mí no. Yo nunca he tenido ninguna ni me ha gustado deber. Si no tienes dinero, vale más aguantarse en casa y no contender con nadie. A mí no me cogen. Dice todo eso. Y sonríe.
k
Kapuściński. ‘Ébano’ (Anagrama), el gran libro del reportero polaco sobre las tierras y las gentes africanas, se abre con una reflexión. Solo por una convención reduccionista, por comodidad, decimos “África”. En la realidad, salvo por el continente geográfico, África no existe, escribe Kapuściński. Es demasiado grande y heterogénea como para que haya una África. Lo mismo con el interior.
l
Literatura. Hay libros que no viajan por el interior, sino que penetran en el interior. Destaco dos novelas magistrales en español. Una es previsible: ‘La lluvia amarilla’ (Seix Barral), de Julio Llamazares, el libro que más ha concienciado sobre el sentimiento de desolación que deja tras de sí la despoblación. La otra es la trilogía ‘El reino de Celama’ (Cátedra), de Luis Mateo Díez. Especialmente, su primer volumen: ‘El espíritu del páramo’. Las completo con dos obras de países vecinos. La primera es ‘Humus’ (Luis Revenga Ediciones), del portugués Raul Brandão: una exigente cima literaria
–fragmentaria, densa, lírica– que sumerge al lector en la peor cara de los ambientes rurales cerrados. La segunda es ‘Un poco de azul en el paisaje’ (Minúscula), del francés Pierre Bergounioux: un libro brevísimo que jamás me canso de recomendar por su carácter introspectivo, su luz otoñal y esa poética sinestésica que envuelve sombras y silencios. Todas ellas guardan en común un lenguaje exquisito, una enorme sensibilidad y la esencia del humanismo: esa necesidad de saber del otro, de sentir con el otro.
m
Mineros. Hubo una España negra en el interior: la de las minas de carbón. Ya no la hay. Solo un pozo sigue abierto en todo el país: la Nicolasa, en Mieres (Asturias). La periodista Noemí Sabugal, biznieta, nieta e hija de mineros de corazón tiznado, dice que es miope. Sin embargo, ha tenido una vista literaria de lince. En el fondo de esos pozos mineros clausurados quedaba algo que nadie había visto: una gran historia. Ella la ha sabido rescatar. ‘Hijos del carbón’ (Alfaguara) mezcla la crónica periodística, el ensayo documentado, las conversaciones con viejos mineros y una autobiografía sentimental que emociona. Su viaje por Asturias, León, Galicia, Palencia, Córdoba o Teruel, donde el pico y la pala dejaron de percutir en sístole y diástole, refleja el fin de otro mundo acechado por la desmemoria.
n
Nostalgia. Cuando no es de uno, sino prestada –y eso es la nostalgia rural en muchos casos–, es que la melancolía es cultural, civilizacional.
ñ
Ñus. Al comienzo del verano, un millón y medio de ñus protagonizan la migración más grandiosa de África. Son viajes de mil kilómetros en busca de pastos más verdes. Recuerda a los urbanitas que, con las vacaciones, buscan el sosiego del pueblo. Lo rural y natural como cliché de la calma. Como si allí nadie trabajara el doble por la mitad. Pobres ñus viajeros.
o
Otredad. Concepto básico en antropología: reconocer al otro como un individuo diferente y ajeno a la propia comunidad. Al asumir la existencia de un otro, uno asume su identidad. Pregunta: ¿sigue habiendo una identidad rural en este mundo de TikTok y Amazon? ¿Hay otredad en el interior?
p
Poetas. Ahí va un doble sacrilegio: traducir a Vicent Andrés Estellés, el mayor poeta valenciano del siglo XX, y desversificar un fragmento de su extraordinario ‘Coral romput’ (Tresiquatre): Hay poetas que cuando se disponen a escribir colocan encima de la mesa el cenicero, las tijeras, el tintero, el secante y muchas cosas más. Calculan las distancias de la cabeza al papel. Discretamente ensayan poco después el posado. Al final escriben, y escriben cosas pulcras, tal vez renacentistas, perfectamente inútiles, sin las cuales los hombres trabajan, aman, mueren. Hay poetas que, cuando escriben, en un lugar dejan corazón y reloj
–molesta su tic-tac de carcoma que roe la pobre madera humana–; se aseguran antes de que los hijos duermen y de que duerme su mujer, y entonces sacan los versos como si fueran fotos de una vedette –cada verso tiene una imbécil vanidad de vedette. Esto dice Estellés. Para escribir del interior, algo tiene que doler en el interior. Sin posados de vedette.
q
Quijotes. Es difícil explicar la sensación. Si existe algo parecido al fin del mundo, posiblemente se parezca a la cuesta asfaltada de 12 kilómetros que se encarama a la aldea riojana del Collado. Cuando la visité, solo cuatro habitantes desafiaban la falta de electricidad y un olvido enquistado. Si existe algo parecido a un ideal hecho carne, a la energía convertida en persona, quizá se parezca a Marcos, uno de los cuatro quijotes del Collado. Fue inolvidable la tarde que pasé con él, con Auspi, con Lucía y con Vicente, mientras el sol declinaba y la oscuridad y el frío del invierno iban acechando los contornos de esta aldea sin electricidad en pleno valle del Jubera. Quijotes. Eso dijo Marcos. ‘Les Quichottes’: así quiso mi editora francesa que se titulara ‘Los últimos’ (Pepitas) en francés. Por idealistas, por resistentes. Para mí, por Marcos.
r
Raya. ‘De costas’. De espaldas. Así viven Portugal y España, tan lejos de aquella Iberia cultural que el tiempo, los recelos y las banderas frustraron. A los dos países los parte la Raya, la frontera más despoblada de toda Europa. Más de 1.200 kilómetros con despoblación a lado y lado de la cicatriz. Un nuevo libro la recorre: ‘Un viaje por la Raya’ (El Paseo), de José Ramón Alonso de la Torre. Pueblo a pueblo, paisaje a paisaje. Desde Ayamonte hasta Caminha. Boa viagem.
s
Silencio. El grito mudo del interior.
t
Tierra. Patria humilde, minúscula.
u
Unidad. Ficción absoluta en lo territorial. Quimera. Entelequia. Constructo mental. Lean, si no, ‘El interior’ (Malpaso), de Martín Caparrós, un largo viaje en R-21 desde Buenos Aires a la cordillera por 14 provincias del norte de Argentina. O mejor: de las Argentinas. Hay una frase. En Caparrós a cada poco hay una frase. Dice: Yo no pienso en buscar lo auténtico. No creo que lo “puro” sea más auténtico que la mezcla –y además lo puro argentino es, como todos, una mezcla apenas anterior.
v
Viaje. Emigraron desde la Irlanda rural hasta los campos y las fábricas de Inglaterra en la segunda mitad del siglo XX. Su experiencia –una vida de lejanía, pérdida y soledad– es narrada por Timothy O’Grady en ‘Sabía leer el cielo’ (Pepitas). Fragmento 9: Lo que sabía hacer. Sabía remendar redes. Techar con paja. Construir escaleras. Tejer una cesta con juncos. Entablillar la pata de una vaca. Cortar turba. Levantar un muro. Pelear tres asaltos con Joe en el ring que papá instaló en el granero. Sabía bailar. Leer el cielo. La lista de O’Grady continúa. Avanzamos páginas. Fragmento 16: Lo que no sabía hacer. Tomar comidas sin patatas. Confiar en los bancos. Llevar reloj. Invitar a pasear a una mujer. Sentirme cómodo con el cuello de la camisa. Ahorrar dinero. Disfrutar del trabajo en una fábrica. Comprender sus bromas. Matar un domingo. Dejar de recordar. Esa última frase hiere. Como un rejonazo. Ya lo advierte John Berger en el prólogo del libro: El silencio de lo no dicho siempre funciona subrepticiamente junto con otro silencio, que es el de lo indecible. Una bella observación. El interior está lleno de ese otro silencio, espiritual, metafísico.
w
West. El Oeste es el mito fundacional que forjó el carácter americano. Son curiosos los epítetos utilizados: ‘Old West’, ‘Wild West’, ‘Far West’. Viejo, salvaje, lejano. Todo obedece a la perspectiva de quien escribe la historia. El mito de la frontera era la aventura por ganarse la vida en ‘terra ignota’. El ‘western’ es el relato manipulado, la visión de parte, de aquella operación política a gran escala impulsada por el presidente Jefferson a principios del siglo XIX. En España, en los años 60, se produjo el fenómeno contrario: el éxodo rural que abandonaba tierras y emigraba a los salvajes y lejanos centros de trabajo: Madrid, Barcelona, València, Bilbao. Una fiebre del oro de fábrica, morriña y piso suburbial sin relato épico. Nadie lo escribió. Pobres pioneros sin derecho a ‘saloon’ ni a ‘western’.
x
X. El interrogante. Saber en qué desembocará el interés sobrevenido de las instituciones y que ha estado motivado –sin duda– por el boom literario y periodístico sobre la despoblación española. Los fondos europeos son la última gran oportunidad. Veremos.
y
Yo. La antítesis a mostrar el lado humano de la despoblación.
z
Zarzas. Soplaba un viento gélido en Les Alberedes, una aldea deshabitada en Castellò desde hacía un cuarto de siglo. Únicamente me acompañaba una antigua habitante, Lucía, húmedos los ojos y apartando a cada poco la mirada de aquella desolación que a mí me impresionaba y que a ella le hendía el alma. Esto escribí: Nadie debería gozar de la catástrofe etnológica, de la muerte de un pueblo y de su reducción a evocadoras ruinas. No debería uno permitirse el lujo inhumano de sentir regocijo visual de un silencio que es enmudecimiento forzoso, de una paz que es el resultado de una guerra perdida, de una melancolía ajena que no fue más que bilis negra sin ápice de encanto ni atractivo sensorial en quien la padeció en sus entrañas. Nunca la fascinación romántica por el ‘tempus fugit’ de un pueblo, jamás la decadencia con rastro de muerte civilizatoria debería
–por muchas teorías sobre lo bello y lo sublime– conmover nuestro espíritu con fruición y deleite. Uno no debería. Y sin embargo resulta imposible detraerse a la contemplación de esta cruda belleza. Esto escribí. El recuerdo de aquella mañana de febrero sigue imborrable. Las zarzas, las ruinas. La chaqueta de Simón.
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