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De la distopía climática a la entelequia rural. ¿Sueñan los humanos con la selva amazónica?

María Bastarós

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En 1995, Hawai acogía el rodaje de la industria cinematográfica más caro hasta la fecha: 170 millones de dólares para una película que se filmó íntegramente sobre el agua. Pese a que los espectadores acudieron en masa a ver Waterworld, la cinta fue una catástrofe a todos los niveles: no hubo beneficios, las críticas fueron pésimas y la carrera del célebre guardaespaldas cayó en picado y sin frenos. A posteriori, sin embargo, a Waterworld le ha salido una virtud inesperada: fue la primera película mainstream que tomó el cambio climático como eje ficcional. En el film, situado en torno al año 2500, los casquetes polares se han derretido por completo, haciendo que el nivel del mar se eleve hasta cubrir casi toda la tierra.

La esperanza de esta nueva -y acuática- humanidad reside en Enola, una niña en cuyo cráneo se halla tatuado el mapa del único reducto de tierra seca. Ahí es nada. Quitándole estética steampunk y sumándole algo de pretensiones moralistas, una década después la distopía climática tuvo sus herederas en obras como El día después de mañana (2004), El incidente (2007) o la nueva versión de Ultimátum a la tierra (2008). En la primera, un paleoclimatólogo -ojo- alerta en la cumbre de la ONU sobre las inminentes consecuencias del calentamiento global: paradójicamente, una nueva edad de hielo se aproxima. La película concluye -claro- con un emotivo discurso del presidente de los EEUU, que agradece la acogida de los países del denominado tercer mundo -los únicos a salvo de la glaciación- y reconoce su error fatal al no prestar atención a los avisos sobre el cambio climático.

Elevando la carga de scifi, Shyamalan abre El Incidente con una tremenda escena en la que cientos de personas se ven poseídas por un impulso que les hace autolesionarse hasta la muerte. La causa de este frenesí suicida resultan ser -spoiler- unas esporas liberadas por los árboles, que pretenden acabar con el nocivo ser humano o, al menos, regular su presencia sobre la tierra. Una green revenge en toda regla. Un año después de El incidente llegaría a las carteleras la revisión del clásico Ultimátum a la tierra, protagonizada por un extraterrestre que llega al planeta para decidir si la raza humana puede y merece salvarse teniendo en cuenta sus esfuerzos en aniquilar su propio hogar.

En el contexto de una sociedad más consciente de los devastadores efectos de la acción del hombre sobre el planeta, desastres naturales, maremotos, tornados, repentinas glaciaciones o volcanes en sincronizada erupción tomaron las narrativas cinematógraficas y nos hicieron atragantarnos -todavía no lo suficiente- con nuestras palomitas alojadas en gigantes cubos de plástico. Era la época en la que la tragedia ecológica sólo se intuía, en la que aún podía ser material de divagación y entretenimiento sin que el público sintiera el repentino impulso de santiguarse.

A trece años de que el drama fuera ya evidente para casi cualquiera, las productoras aún tenían el valor de posibilitar documentales como el británico La gran farsa del calentamiento global (2007), previamente titulado Apocalypse my ass (Apocalipsis, mi culo). La cinta fue dirigida por Martin Durkin, productor de Channel 4 previamente al mando de la serie documental Against Nature (literalmente, Contra la naturaleza), que lo convirtió en el enemigo número uno de los ecologistas al identificarlos como una amenaza para el desarrollo económico y las libertades individuales otorgadas por el neoliberalismo. El mismo año en que se estrenaba La gran farsa del calentamiento global, Al Gore y el Grupo Intergubernamental de Expertos en Cambio Climático se llevaban el premio Nobel de la Paz por su labor de alerta sobre la emergencia ecológica. En aquel momento aún convivían teorías y opiniones variopintas sobre el cambio climático, y una gran parte de la población sencillamente no creía en ello, como si se tratara de una religión o un conjunto de supersticiones.

El territorio de la novela no se quedó atrás, y sus frutos fueron de una calidad muy -pero que muy- superior a los del cine. La cli-fi, género literario rebosante de mundos arrasados por catástrofes naturales, tuvo sus fieles representantes en las magníficas La Carretera, de Cormac Mc Carthy, ficción postapocalíptica ganadora de un Pulitzer en 2007, o Solar (Anagrama, 2010), del británico Ian McEwan, que toma la voz de un apoltronado Nobel de la física para integrar reflexiones sobre el calentamiento global con un afortunado tono satírico.

George Turner, un habitual del género, firmó años antes una novela que conviene sacar a colación. En Las torres del olvido (1987), el escritor nos retrata una Australia destruida por el cambio climático, una Melbourne esquilmada por la superpoblación y el déficit de recursos naturales. Hoy resulta imposible leer la sinopsis de esta novela sin sufrir un poco de eso que se ha bautizado como eco-anxiety, la ansiedad que supone para la psique humana la consciencia de lo que le hemos hecho al planeta y el dramático destino al que eso nos aboca.

A día de hoy, el terreno de la distopía se ha diversificado: sobreviven las distopías clásicas, herederas de sagas o hitos como Blade Runner o Mad Max -con su feminist friendly nueva entrega, Mad Max Fury Road-, y las distopías digitales como Black Mirror o Her gozan de una estupenda salud de hierro -o de silicio. La distopía de la catástrofe climática, sin embargo, ha pasado a mejor vida. Ha sido holgadamente reemplazada por las imágenes, advertencias y reportajes de los telediarios: escenografías mucho más baratas de producir -sólo hay que grabarlas, prescindiendo de cualquier efecto especial o de postproducción- pero que nos están saliendo infinitamente más caras. Con la alarma climática disparada, la humanidad anda aún dividida en cuanto a modus operandi -no ya tanto en cuanto a opiniones reales, pues la evidencia es cada vez más ineludible. Una masa de adolescentes enfurecidos clama por una reacción inmediata -si no por una venganza justa-, algunos adultos despistados se entretienen criticando a sus líderes y, ciertos políticos -desde Trump o Bolsonaro a la histriónica derecha española- se esfuerzan en negar lo innegable a fin de no dar en los morros a empresarios y poderes económicos varios.

Mientras tanto, el invierno se retrasa, Australia se convierte en cenizas, los temporales azotan la costa levantina y el mar se defiende, furioso, vomitando las piscifactorías de Castellón en las playas de Daimuz, una imagen que sin duda haría las delicias de Shyamalan. Como propina cultural, la moda de la distopía climática da paso a una tendencia de romantización de lo natural que, sutil pero persistentemente, toma las producciones editoriales y los estantes de las librerías de nuestro país. Ante ese fin del mundo cuya sombra parece proyectarse sobre nuestras cabezas, ante el delirio consumista y la hiperproducción que nos han conducido a la precariedad personal, colectiva y del territorio, los urbanitas soñamos de pronto con ir a los bosques, vivir profundamente y desechar todo aquello que no sea vida -palabras con las que el naturalista Henry David Thoreau abre su mítico Walden- y divagamos sobre esa bella idea de regresar a lo rural aunque, la verdad sea dicha, es francamente difícil regresar a donde nunca se estuvo.

La proyección de anhelos colectivos a través de la literatura no es nueva, pero sí significativa. Parece que la narrativa con la que nos entretendremos hasta el fin del mundo no habla tanto sobre lo que se avecina como sobre lo que dejamos atrás: ese planeta, de belleza un día sobrecogedora, al que exprimimos hasta convertirlo en pasto de las llamas y las mareas y las sequías y el fracking y los microplásticos. El miedo azuza la nostalgia, aunque sea la de tipo abstracto, y el ser humano se sumerge hoy en la lectura de autores como John Burroughs -ese genuino hombre de los bosques que escribió sobre El arte de ver las cosas- y autoras como Sue Hubbell o Susanne Fenimore Cooper. La llamada nature writing vive, de hecho, un auge sin precedentes en nuestro país, espoleada por la incansable labor de la editorial Errata Naturae, encargada de traducir al castellano los títulos más potentes del género.

Su editor, Rubén Hernández -que no sueña con abstracciones de volver a lo rural porque vive, de hecho, en el campo- realizó una apuesta sin grandes expectativas al revisar, cotejar y mejorar la tradición del Walden de Thoreau en 2013. Tal fue la acogida del clásico entre los lectores actuales -30.000 ejemplares vendidos y subiendo- que la editorial se animó a sacar una colección, Libros Salvajes, destinada a acercarnos a los mejores ejemplos de nature writing a nivel internacional.

Según Hernández, “la occidental es la única civilización que se ha ordenado en base a la dicotomía naturaleza/cultura, el resto de comunidades no se han pensado a sí mismas fuera de la naturaleza. Es por eso que la relación de occidente con la naturaleza es siempre entendida como una pérdida. Estas historias, las de la nature writing, nos aportan otros esquemas vitales, suponen un contrapeso a la distopía. Existe una demanda de relatos, especialmente de tipo memorístico y en primera persona, que muestren otras formas de habitar el mundo”.

Un ejemplo muy ilustrativo es el de Wendel Berry, pensador contemporáneo editado por primera vez en castellano por Errata Naturae: un profesor universitario de Nueva York que un buen día decidió, para asombro de todos, regresar a su Kentucky natal para ponerse al frente de una granja. Desde ahí, Berry se ha convertido en una conciencia global para los EEUU, defendiendo en sus textos la vida campesina y el apego a la tierra, entendiendo la tierra como ese lugar lugar concreto en el que uno vive, sobre el que puede actuar de manera directa.

Por su parte, los Premios Cálamo reconocen este año la obra de Irene Solá, Canto yo y la montaña baila (Anagrama, 2019) -un fascinante y originalísimo texto ubicado en la naturaleza pirenaica, ya galardonado con el 4º Premio Llibres Anagrama de Novela- y se venden por miles los ejemplares del Tierra de Mujeres (Seix Barral, 2019) de María Sánchez, que nos narra en primera persona la experiencia de la mujer en el medio rural. En cuanto a las publicaciones periódicas, la cuidadísima revista Salvaje quiere “sacarnos al campo”, reivindicar el medio rural y ayudarnos a abandonar el móvil -la ansiedad digital es otro mal de nuestra era- para reconectar con esa naturaleza a la que hace tiempo abandonamos a su -o más bien, a nuestra- suerte. No es una locura afirmar que, mientras la España despoblada sigue vaciándose y sus representantes políticos son amenazados por grupos de ultraderecha, los ansiosos ocupantes de impagables zulos urbanos sueñan con una entelequia campestre por la que muy pocos se atreven a optar: bien por inmovilismo, por necesidad de hiperconexión o, simplemente, por la consciencia del desconocimiento que esconde nuestra abstracción romántica de lo rural.

Hasta que nos decidamos, habrá que seguir leyendo.

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