Se veía venir. Cuando un partido toma la bandera del exabrupto y la mentira demuestra que no acepta los códigos de la democracia, ese lugar de convivencia donde se confrontan ideas, en el que unas se gana y otras se pierde y en el que, sobre todo, se respeta la voluntad de la mayoría expresada en las urnas.
El PP, que se cree en posesión por derecho de las escrituras del poder, repite estos días que la amnistía es el fin de la Constitución, el fin de la democracia y el fin de España. Se ha echado a la calle y llamado a las barricadas. Con ayuda de curas, uniformados y togados, anima a la sublevación contra una iniciativa legislativa que, por controvertida que sea y muchas dudas que suscite, será legítimamente aprobada por una mayoría parlamentaria democráticamente votada. Luego, será el Constitucional, y nadie más, quien determine si se ajusta o no a la Carta Magna, por mucho que ellos ya hayan esparcido, con ayuda de su trompetería mediática, que rompe las costuras del 78.
Desde que las urnas no les dieron la razón el 23J, los populares, que ya en poco o nada se distinguen de la ultraderecha de Vox, se han envuelto otra vez en la bandera de la incontinencia, el resentimiento y la frustración para soliviantar a las masas. Sin medida alguna de la crítica, con la excusa de una supuesta traición al Estado español y sin atisbo del más mínimo sentido de la responsabilidad institucional, el PP que hoy dirige el templado Feijóo ha vuelto a recuperar el argumento del España se rompe sobrecargado de histrionismo y desesperación al ver cómo se desvanece en el tiempo la posibilidad de una repetición electoral.
No es la amnistía lo que les preocupa, sino que ellos, los de la Gürtel, la Púnica, Lezo, la Operación Catalunya, la policía patriótica, los informes falsos contra los adversarios políticos, los sobresueldos, las mordidas y la corrupción generalizada, no van a recuperar en el horizonte inmediato el poder perdido, que es lo que antes del 23J daban por descontado.
Por muchas dudas que susciten las formas en que Sánchez negocia con Puigdemont, la quita de la deuda catalana, la fotografía de la urna del 1-O bajo la que permitió fotografiarse Santos Cerdán o la designación de un mediador internacional, basta con pensar cinco segundos en Esperanza Aguirre y en esa imagen del pasado fin de semana llamando a la protesta y a cortar la calle Ferraz.
La ex presidenta de la Comunidad de Madrid es hoy una anécdota en la política española, una ex que reparte lecciones de ética y moral por las televisiones amigas, pero es también el símbolo de lo que fueron y lo que son. Es una dosis de recuerdo de la peor derecha y es una acicate para defender eso que Sánchez llama el reencuentro. Al fin y a la postre ella fue una de las principales instigadoras de la recogida de firmas contra la reforma del Estatut de 2006 y las llamadas al boicot de los productos catalanes.
Aguirre, aunque no esté procesada, fue también la responsable de los múltiples casos de corrupción en los gobiernos que presidió entre 2003 y 2012 y la mayor beneficiada de aquellas tramas corruptas en sus campañas electorales, a las que acudió dopada de financiación ilegal. Es, en definitiva, el paradigma de la indignidad y el desprestigio. Pero ahí está, de agitadora de masas, de defensora de la pureza de la política y de plañidera de una supuesta España que se derrumba y un Estado de Derecho en demolición.
El problema del PP, y no solo de Aguirre, es que ya ha difuminado por completo la frontera que le separaba de la ultraderecha, es su permanente ejercicio de irresponsabilidad al convocar protestas en todas las ciudades de España el próximo domingo contra una ley que se aprobará legítimamente en el Parlamento y es también el recuerdo de los años de corrupción generalizada en la que sumió a esta España a la que tanto ama, pero para la que no desea una convivencia pacífica entre sus territorios.