No sé a ustedes, pero a mí me asaltan las dudas sobre algunas de las cosas que han ocurrido desde marzo, las que aún están sucediendo y, desde luego, las que van a ocurrir a partir de ahora. Y, al mismo tiempo, me invade la convicción de que hay cuestiones pendientes que hay que comenzar a resolver, viejas cuestiones con necesidades renovadas.
Dudo, y creo que es porque me está costando comprender, entre muchas otras cosas, algunas decisiones políticas, en todos los niveles territoriales y funcionales, y, entre ellas, las razones de que desde el 14 de marzo – o, más bien, desde el 11 de abril, para ser más exacta - haya habido tantas diferencias entre las actividades paralizadas - o, al menos, muy ralentizadas - y las autorizadas, aunque con limitaciones. Incluso en estos momentos las dudas me siguen asaltando y, por qué no decirlo, generando un gran enfado.
Puede ser, no lo negaré, por supuesto, que yo no lo haya comprendido bien. Es una posibilidad bien real. Pero también puede ser que lo haya entendido perfectamente y que mi estupefacción tenga una base sólida.
Verán, por poner un ejemplo que me toca muy de cerca: la actividad judicial ha estado suspendida en su mayor parte y ahora – ahora mismo - se reinicia con bastantes dificultades en las que no entraré en este momento. Y eso que se trata de una actividad esencial que ha de hacer efectivo el derecho constitucional fundamental a la tutela judicial. Pues bien, yo sigo hoy sin comprender las razones de tal paralización casi absoluta, en tanto que otras actividades, en su inmensa mayoría privadas, han comenzado a funcionar con bastante anterioridad. Miren, por poner un ejemplo ya bien manido, ustedes y yo nos hemos podido sentar a tomarnos algo en una terraza, con aforos distintos, cierto, desde el pasado 11 de mayo, pero ni ciudadanía ni profesionales han podido acceder en esas fechas a los juzgados con una mínima normalidad. O también hemos tenido nuestras escuelas, institutos y universidades cerrados, en tanto que el alumnado o el profesorado podía realizar otro tipo de actividades, como reunirse en grupos de hasta 20 personas en otros lugares cuyo cumplimiento de la normativa ha sido, a ojos vista, bien dudoso. O algo que también me toca de cerca, y me duele, como el que la Biblioteca municipal de mi pueblo – y las de tantos otros pueblos - haya estado cerrada hasta ahora – al menos hasta el pasado viernes - , sin que pueda apreciar las razones para ello, razones que, seguramente las habrá, pero cuya explicación no me ha llegado y no alcanzo a comprender.
Aprecio que las Administraciones Públicas – de todos los niveles, insisto, y en todos los territorios – han tomado decisiones similares de activación de la actividad privada – industrial y comercial – y de paralización o ralentización de la pública. Y esto también duele, y mucho, porque la única razón que aprecio para ello es la económica. Y no digo que no sea importante activar la economía, pues demasiados puestos de trabajo y el bienestar de muchas personas dependen de ello. Lo que digo es que la economía no es el único bien a preservar, en modo alguno. Lo que quiero decir es que hay otros bienes que también habrían debido ser tutelados, notablemente, todos los que tienen que ver con la garantía del ejercicio de todos los derechos fundamentales.
Aprecio en tal sentido que las Administraciones Públicas no han reactivado a tiempo gran parte de las actividades de su directa responsabilidad ejecutiva y que, ello se ha debido, probablemente, a dos razones – al menos, son estas dos las que yo veo -: de un lado, porque se trata de actividades que no generan ingresos económicos relevantes de manera directa – no inmediatos, al menos, o no vinculados con la propia actividad, en su mayoría; de otro lado, por la razón de pretender evitar conflictos laborales y sindicales con los colectivos del empleo público. De hecho, los conflictos judiciales que se han planteado durante esta crisis en relación con los deberes de prevención de riesgos laborales vinculados a la Covid-19 lo han sido, de una manera abrumadora, en el marco de los servicios públicos que se han seguido prestando y no en el de la actividad privada, lo que revela la mayor litigiosidad en el terreno público, algo que las administraciones han tratado de evitar en aquellos servicios que habrían considerado, por razones no explicitadas, “menos” esenciales.
Como les digo, tengo muchas dudas y no sé si algún día se me resolverán, aunque bien lo quisiera. No me importa dudar, en absoluto, pues dudar es placentero, ya que, como dijo Bertrand Russell, “en todas las actividades es saludable, de vez en cuando, poner un signo de interrogación sobre aquellas cosas que por mucho tiempo se han dado como seguras”. También sé que, como dijera Francis Bacon, “si se comienza con certezas, se terminará con dudas, mas si se acepta empezar con dudas, se llegará a terminar con certezas”. Y esto, se quiera o no, es reconfortante y muy esperanzador. Aunque, como ya les he dicho, he de confesar que me preocupan, y mucho, las razones de mis dudas y la desconfianza que estoy sintiendo, desde mi propia responsabilidad ciudadana, hacia los poderes y administraciones que me las generan.