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Elecciones, gobiernos y decisiones. Entre la retórica y la realidad

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Estamos atravesando otro ciclo electoral completo. Acabamos de cerrar las elecciones gallegas y vascas, se acercan las catalanas y en junio tendremos las elecciones europeas. Sigue vivo, por muchos motivos, el recuerdo de las elecciones locales y autonómicas de mayo y las elecciones generales de julio del año pasado. En once meses el conjunto de ciudadanos del país habremos votado las cuatro esferas de gobierno que, de alguna manera u otra, afectan nuestras vidas. En cada elección los candidatas y candidatas afirman que nuestro voto puede acabar decidiendo lo que ocurre con muchos de los elementos clave de nuestra vida: la salud, el trabajo, la educación, nuestro entorno cultural, la familia, el lugar en el que vivimos y nos movemos, lo que comemos, el tiempo libre de que disponemos o, más allá de todo ello, nuestra identidad o el futuro que nos espera en un mundo plagado de amenazas y esperanzas en proporciones variables.

No nos debería extrañar que alguien, en medio de ese carrusel electoral, pueda haberse preguntado hasta que punto existe una correlación entre las promesas y afirmaciones de los aspirantes a representarnos y gobernarnos y la capacidad real de cambiar las cosas que nos afectan o preocupan. Esa correlación existe y es real, pero sin duda no en la proporción expresada en los argumentos esgrimidos en cada una de las contiendas electores. No solo porque el poder real no es una prerrogativa que esté solo en manos de las instituciones públicas, sino porque en Europa estas instituciones están estructuradas en distintas esferas de gobierno, y cada una de ellas tiene un marco competencial propio. Y es precisamente ese marco competencial el que asigna, teóricamente, el contenido y el tipo de decisiones que pueden tomar y, asimismo, el grado de autonomía o de dependencia que esas decisiones tienen con relación al resto de gobiernos y administraciones. Pero, si pasamos de la teoría a la realidad, lo cierto es que abundan mucho más los solapamientos de competencias, la interdependencia de unos temas con otros, las tensiones y conflictos entre las distintas esferas de gobierno, que no una delimitación clara de quién hace qué en cada sitio en concreto. En la práctica, es más importante la capacidad de conseguir que pasen cosas, que se produzcan cambios reales frente a problemas significativos, que no el estatuto legal y competencial de los decisores.

Por otro lado, el poder económico y sus múltiples derivadas tiene sus propias lógicas, mucho más ágiles y capaces de adaptarse a entornos público-administrativos muy diversificados. Mientras el mundo está cambiando a gran velocidad, la estructura político-administrativa muestra signos evidentes de falta de agilidad en adecuarse y sintonizar mejor sus métodos y sistemas de intervención. Cada vez son más los actores que intervienen en todas las escalas institucionales de manera autónoma y sincronizada. Cada administración tiene, por decirlo en los términos que usaba Jellinek para referirse al Estado, su propio territorio, su propia población y su propia soberanía. Mientras que una gran empresa multinacional opera globalmente, adaptando su actuación en cada caso a los “detalles” locales, o exigiendo que sean esos “detalles” los que se adapten a la inversión o actuación que proponen. ¿Cómo podemos plantear respuestas globales a problemas globales si muchos de esos problemas tienen protagonistas que van “navegando” sin demasiados inconvenientes ni cortapisas por ese océano de administraciones, competencias y capacidades de intervención fragmentadas y parciales?

¿Cuál es la escala adecuada para abordar temas que van desde la emergencia climática a los problemas de soledad de los mayores o la falta de perspectiva de los más jóvenes? Los temas más significativos son cada vez más globales y, al mismo tiempo, cada vez más locales. Clima, tecnología, desigualdad,…, exigen una escala de respuesta que acometa los las respuestas y los equilibrios necesarios, pero en cada lugar la declinación de esos problemas tiene concreciones y derivadas muy específicas. La dimensión europea resulta cada vez más relevante ya que tiene la escala adecuada para poder establecer pautas de respuesta a nivel global, y el hecho que su dinámica política tenga otros ritmos y sea menos visible desde cada país, le permite afrontar políticas de respuesta más sostenibles en el tiempo. La escala local, entendida como la que se relaciona con los temas vitales mas inmediatos y urgentes, y más de allá de si son los municipios u otra esfera de gobierno sub-estatal la más adecuada, es asimismo central en el quehacer cotidiano de los ciudadanos. La esfera estatal, manteniendo su valor simbólico, pierde centralidad en las políticas del día a día y lo compensa con una creciente espectacularización de su funcionamiento, manteniendo un papel significativo en la interacción con Europa y la puesta en práctica de sus directivas y acuerdos.

Lo que es indudable es que la conexión entre escala, espacio, identidad y poder es sumamente relevante. Y que no puede simplificarse aludiendo ni a lo que la estructura político-administrativa establece, ni a urgencias o necesidades diagnosticadas desde arriba. Las elecciones europeas del próximo mes de junio son, desde esta perspectiva, unas elecciones clave, ya que marcarán el devenir político y la orientación consiguiente de las políticas públicas hasta el 2030. Pero, en el imaginario colectivo no parece que ello sea así. Falta emoción en la perspectiva europea y nos sobra pasión en las contiendas políticas más próximas. Europa necesita dar un paso adelante para reforzar su capacidad de acción desde la escala supraestatal, pudiendo así situarse con una cierta capacidad de iniciativa en el escenario geoestratégico en el que hoy se están librando las batallas significativas entre actores globales. Ese “objeto político no identificado” que es Europa, debería transitar de una especie de junta de propietarios de un edificio, ligados por la necesidad de conservar el edificio común, pero en constante tensión sobre quién debe asumir las goteras, la reparación del ascensor o el coste de ampliar la zona común, hacia una mayor federalización de las políticas clave. Las próximas elecciones europeas pueden parecer menos excitantes que las que venimos atravesando, pero sin duda tienen un alto grado de significación en nuestro próximo futuro. 

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