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Al nuevo capitalismo le molesta cada vez más la democracia

Fotografía de archivo del 5 de noviembre de 2024 del empresario Elon Musk. EFE/ Sarah Yenesel

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El nuevo capitalismo surgido de la combinación entre digitalización, globalización y financiarizaron está arramblando con todo lo que se le pone al paso. La clásica tensión entre capitalismo y democracia se reformula con nuevas claves. Al nuevo capitalismo surgido de la fusión entre magnates tech y políticos sin amortiguadores sociales le molesta la democracia, sus reglas, sus cortafuegos institucionales, tanta intermediación y tanta monserga políticamente correcta. La competencia manda. Y si enfrente está un gigante como China, que opera en un escenario mucho más expeditivo, la solución está clara; menos democracia, más tecnosolucionismo autoritario. 

Tradicionalmente, la crítica a la compatibilidad entre la economía competitiva de mercado y el sistema político democrático provenía principalmente desde el lado de la democracia, argumentando que las desigualdades inherentes al funcionamiento del capitalismo contradicen los principios de igualdad y justicia social propios de un sistema democrático. Esta crítica se centraba en la idea de que la concentración de riqueza y poder en manos de una minoría privilegiada, resultado natural del funcionamiento del libre mercado, socava gravemente la igualdad de oportunidades y la capacidad de los ciudadanos para participar de forma equitativa en la vida política. El informe de un liberal como Beveridge hace poco más de 80 años puso las bases de lo que fue el paradigma de la coexistencia entre la economía de mercado y el sistema democrático y su combinación de representatividad y de defensa de la igualdad y la dignidad para todos a través de políticas redistributivas pagadas con los impuestos de los que más tenían.

Lo de Thatcher y Reagan fue un entremés ligero si lo comparamos con lo que nos trae la alianza de Trump con Elon Musk y su imperio Tesla, Starlink, X y Neuralink, más empresas como Palantir o Anduril y los fervientes defensores de las criptomonedas que nunca lo habían visto tan claro. Para ellos la democracia y el sistema de intermediación que incorpora, con sistemas de garantías, impuestos y regulaciones de todo tipo, es un obstáculo para el funcionamiento óptimo del libre mercado, del individualismo competitivo (e innovador, claro). El argumento clave es que la deliberación y los procesos democráticos, por su naturaleza lenta y compleja, son inadecuados para responder a los retos de un mundo globalizado que exige soluciones rápidas y eficientes, cuando, además, hay otros que tiran millas sin tanta pompa y circunstancia.

El eslogan es que la democracia frena la innovación y la competitividad. No tiene nada que ver la velocidad con que se toman las decisiones en el ámbito económico, con lo que acontece en el escenario institucional de los países democráticos. La desregulación y la financiarizaron del capitalismo han dado lugar a una enorme concentración de poder económico en manos de una élite global que choca cotidianamente con la regulación que los estados realizan para preservar el equilibrio social y ético que fundamenta el sistema democrático. En este contexto, la democracia es percibida obviamente como un obstáculo para la libre circulación de capitales y la maximización de los beneficios, lo que alimenta la idea de que un sistema más autoritario, capaz de tomar decisiones rápidas y contundentes, sería más favorable para el desarrollo económico.

La tensión entre capitalismo y democracia sigue siendo la misma. Lo que ocurre es que ahora se han invertido los roles. El capitalismo ya no es un obstáculo inevitable para avanzar en un sistema socialmente más justo, sino que es la democracia la que está complicando la vida a quiénes quieren mayor eficiencia y dinamismo. Decía Pedro Sánchez este fin de semana en Sevilla, en el Congreso del PSOE: “¿Quién va a defender la democracia, sino los socialistas? ¿Quién va a defender el trabajo y salario dignos, la vejez digna, la igualdad, el derecho a la vivienda, la justicia social y el final de los privilegios?”. Pero no es ya un problema de los socialistas, es un problema estructural. La financiarizaron del capitalismo ha aumentado la vulnerabilidad del estado en los bancos, los fondos de inversión libre y los grandes inversores. Y ha obligado a los estados a navegar en esas aguas e incluso a salvarles los muebles cuando el daño causado es “too big to fail”, como ocurrió en el 2008.

La velocidad, el volumen, la complejidad y el alcance de las transacciones financieras en la globalización superan la capacidad de las instituciones para deliberar y legislar eficazmente. Hay una desincronización entre política y economía, y ello se observa en la concentración de decisiones en el ejecutivo, en los bancos centrales y en las instituciones financieras (que no son precisamente democráticas) y en la constante sensación de ir a salto de mata tras los acontecimientos que no controlas. El capitalismo global ha ido socavando los marcos sociales y reguladores, y ahora está en disposición de hacer un salto de escala. Nada de ello es ajeno a la erosión que sufre la confianza en la democracia en muchos países. La creciente desigualdad, la percepción de que los intereses económicos dominan la política y la falta de respuesta efectiva a los problemas sociales generan desafección y apatía entre la ciudadanía. Esto abre la puerta al auge de movimientos populistas y autoritarios que prometen soluciones simples a problemas complejos, casi siempre a expensas de los principios democráticos.

Decía Karl Polanyi, en un lejano 1943, en su libro “La gran transformación”, que nos esperaban todo tipo de males si pasábamos del mercado como uno de los elementos de funcionamiento de la economía, a una sociedad de mercado en que todo, la naturaleza, el trabajo, las relaciones, se mercantilizaran. Ahora, viendo lo que está pasando en Estados Unidos y en otros países, estamos a las puertas de la mercantilización definitiva de la política. Podemos tratar de cambiar esta dinámica. Y esto exige de entrada un giro en las dinámicas digitales para que no sean sólo controladas por los nuevos oligarcas. Una presencia pública en Internet y en las redes que garantice accesibilidad y control público. Para avanzar en mayor capacidad de respuesta, más alianzas sociales, más protagonismo civil y en nuevas formas de hacer política. Europa tiene ahora la necesidad de reforzar su integración y articulación interior, su soberanía digital, tratando así de resistir el envite que la nueva administración Trump-Tech va a provocar. El dilema central puede desplazarse al binomio globalización y democracia, y solo desde una Europa más articulada y con más compromiso en la defensa de la igualdad y los valores fundamentales de la democracia se podrá recuperar la confianza de la ciudadanía en la política.

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