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El escrache es ilegal, violento y yo no querría sufrirlo, vale, ¿y qué?

Isaac Rosa

El escrache es ilegal, es violento, y yo no querría que nadie me lo hiciese a mí en mi casa. Tres obviedades que no merecen que les dediquemos ni un minuto, y sin embargo llevamos varios días entrando al trapo de quienes quieren llevar el debate a su callejón sin salida para torearnos con facilidad.

No merecen un minuto, así que le dedicaré medio: el escrache es ilegal y violento como lo es en España cualquier acción de protesta que se salga del formato “manifestación autorizada y que se disuelve a su hora”: es ilegal y violento como ilegal y violento era acampar en Sol, rodear el Congreso, parar desahucios, ocupar bancos o montar piquetes en la huelga.

De modo que, ante la repetida acusación de ilegalidad y violencia, antes que seguirles el juego y entrar a discutir si es más violento poner pegatinas o echar por la fuerza a una familia de su casa, o si es más ilegal un escrache que un desahucio basado en una ley abusiva, habría que contestar: “sí, el escrache es ilegal y es violento, ¿y qué?”

El tercer argumento con el que acorralan a los pro-escrache es también tramposo: ¿te gustaría que te lo hicieran a ti? Cada vez que un político o un tertuliano se muestra comprensivo con los escraches, le lanzan el mismo dardo: ¿te gustaría que los antiabortistas se plantaran ante tu casa con megáfonos y cacerolas y te persiguieran por la calle? Aquí también, en vez de perder el tiempo en desmontar ese tipo de comparaciones, habría que contestar: “no, no me gustaría, ¿y qué?”

En realidad los activistas, los desahuciados y quienes luchan con ellos, no tienen este tipo de dudas: ellos siempre han contestado “¿y qué?” Aunque a veces entren al trapo, no pierden mucho tiempo en discutir con quienes siempre llevan las de ganar pues juegan con cartas marcadas. Simplemente actúan.

Somos otros los tiquismiquis, los que a la frase “yo comprendo los escraches” añadimos siempre alguna coletilla: “siempre que sean pacíficos”, “siempre que respeten el domicilio privado”, “siempre que tengan cuidado con los hijos”, “siempre que no molesten a los vecinos”... Somos otros, quienes nunca hemos tenido miedo de que nos echen de casa y por eso instintivamente empatizamos más con el malestar del diputado sitiado que con el sufrimiento de la familia desahuciada. Somos otros, quienes no hemos sido todavía muy golpeados por la violencia económica y por eso nos espanta cualquier cosa que alguien etiquete de violento.

Pero nos guste o no, hace tiempo que en esta partida alguien dio un puñetazo sobre la mesa, cambió las reglas y rompió la baraja. Y no fue la PAH. Al contrario, los antidesahucios no han empezado por los escraches, sino que antes de llegar hasta aquí han ido subiendo todos los escalones previos: confianza en el sistema (que los dejó tirados), denuncias en los juzgados (pero la ley hipotecaria los desamparaba judicialmente), peticiones a los gobernantes (oídos sordos), manifestaciones (ignoradas o reprimidas), paralización de desahucios (recibiendo a cambio más policía), recogida de firmas y presentación de una ILP (que el PP se resistió a admitir a trámite, y piensa rechazar), y ahora, después de consumir todos los cartuchos anteriores, el escrache.

Son ellos, quienes responden “¿y qué?”, los que ahora se arriesgan a sufrir un escrache mucho más potente: el tridente político, policial y mediático que en los próximos días acosará a la PAH, la criminalizará y manipulará, y no cesará hasta ver a Ada Colau entrar esposada en la Audiencia Nacional.

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