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España, México y el debate pendiente sobre el pasado colonial

La antigua estatua de Cristóbal Colón en Ciudad de México, antes de ser sustituida.

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Las naciones son construcciones sociales, o comunidades imaginadas si se prefiere una terminología más evocadora. Estas estructuras políticas se erigen sobre mitos fundacionales y se conforman a partir de un intrincado entramado de comunidades, culturas e historias concretas preexistentes. La “invención” de una nación es un proceso continuo, cuyo éxito depende de una narrativa capaz de permear todo el cuerpo social, a menudo introducida mediante la coerción y la violencia directa. Precisamente por esta razón, las tensiones identitarias entre naciones resultan tan complejas y difíciles de abordar.

En este contexto, la reclamación del expresidente de México, Andrés Manuel López Obrador, a la Casa Real española, solicitando que ésta pida perdón por los agravios ocasionados por el Imperio español, debe interpretarse como parte de la construcción de una nueva identidad mexicana. Esta identidad se caracteriza, entre otros aspectos, por haber realizado una revisión crítica de su pasado colonial y de las consecuencias que ello provocó para la sociedad mexicana. Un ejercicio que han llevado a cabo numerosas sociedades latinoamericanas en el último siglo, y que sus gobiernos progresistas han promovido especialmente en las últimas décadas.

La ausencia de respuesta por parte de la Casa Real española refleja, por otro lado, el debate paralelo en curso sobre la identidad de la nación española. Esta discusión atraviesa profundamente a la sociedad española, despertando a menudo las emociones más intensas. El intercambio epistolar se ha transformado en un conflicto diplomático con la asunción formal de Claudia Sheinbaum como presidenta de México, quien ha retomado la petición de su predecesor, respaldada también por el Parlamento mexicano. El Gobierno de España ha expresado su malestar, y el presidente ha decidido no asistir al acto formal de proclamación de la nueva presidenta. ¿Quién gana con todo esto?

La derecha política española ha reaccionado cuestionando de plano las acusaciones vertidas, siguiendo un guion previsible. Algunos analistas, por otra parte, consideran que, aunque las alegaciones sean serias, esto constituye un error táctico por parte de México que pone en una situación comprometida a un Gobierno aliado como el español. Sin embargo, son escasas las voces que se han alzado para señalar lo evidente: la reclamación del Gobierno mexicano es legítima y coherente, y no debatir sobre ello también conlleva consecuencias.

El problema radica en que en España no existe un consenso mínimo sobre la identidad nacional, lo que dificulta enormemente iniciar un debate serio sobre cómo ciertos fenómenos históricos, como el Imperio, pudieron afectar a las sociedades de la época y a sus trayectorias futuras. Sería enriquecedor analizar, por ejemplo, cómo la conquista americana fortaleció las actitudes rentistas de las élites españolas en la península, las cuales, lejos de aprovechar los nuevos capitales para modernizar la sociedad, prefirieron vivir de rentas que parecían caídas del cielo. Una mentalidad rentista que se ha mantenido básicamente inamovible con el paso de los siglos en unas élites que de una forma u otra han logrado evitar una verdadera modernización de la estructura de poder. Elites acostumbradas no al trabajo metódico y riguroso, características propias de ciertas elites en países donde el liberalismo supuso una profunda ruptura con las formas feudales, sino a la simple y ociosa extracción de rentas. Rentas que para dichas elites son tan normales que parecerían justificadas en el derecho divino, y que hacen que estos sectores sociales sean causa principal del secular atraso económico.

En América Latina, estos debates llevan décadas ocupando el foro público. Estas discusiones se han inspirado no solo en problemáticas morales, como las distintas formas de esclavitud y maltrato, cuando no de exterminio directo, de las poblaciones indígenas. Los debates también han versado sobre las consecuencias económicas y políticas del Imperio. Muchos pensadores se percataron de que gran parte de los males de las sociedades latinoamericanas, aunque no todos, tenían su origen en las herencias del colonialismo español. La implantación de formas semifeudales en América Latina por parte de los conquistadores introdujo a la región en una división internacional del trabajo muy específica, caracterizada por relaciones de aguda dependencia y prácticas extractivistas. Con un diagnóstico así, los cambios institucionales requeridos para el progreso son muy diferentes. De ahí la vigencia del debate.  

Este ejercicio de reflexión, que sería saludable y enriquecedor también para España, queda invariablemente sepultado bajo el manto del nacionalismo español más rancio y avinagrado. O del miedo al mismo, que para el caso es igual. Un nacionalismo que actualmente impulsa el crecimiento de la extrema derecha y la radicalización de la derecha conservadora, basándose en una concepción reaccionaria de lo que es España. La conquista de América se realizó también al grito de “Santiago y a ellos”, el mismo que hoy la extrema derecha corea en sus movilizaciones en pleno siglo XXI. Poco importa que el humilde Santiago, un pescador de Galilea transformado míticamente durante la Edad Media en un jinete mata infieles, jamás hubiera llegado a concebir lo que el término España significa. Lo único relevante, cuando hablamos de naciones, es su capacidad de condensar ideologías en paquetes narrativos inverosímiles que gran parte de la comunidad consume acríticamente.

Sin duda, la Casa Real podría realizar una evaluación crítica de la contribución histórica de la monarquía al (sub)desarrollo de la región latinoamericana. Podría revisar las formas institucionales que la monarquía impuso, desde los Austrias hasta los Borbones, y siempre respaldada en la fuerza de las espadas y la pólvora, para extraer rentas y riquezas de América. Podría continuar reflexionando sobre si las formas comerciales actuales, por ejemplo, sobre recursos naturales, guardan algún tipo de relación con aquellas prácticas del pasado. Y quizás todo ello conduciría a analizar las consecuencias, para cada parte, de esas sendas de desarrollo. En tal caso, probablemente las relaciones internacionales se podrían reencontrar sobre bases más sólidas para todas. 

No obstante, para ello la monarquía española necesitaría disponer de una narrativa propia, moderna e independiente de las interpretaciones tradicionales y reaccionarias que dominan las tertulias españolas. Me refiero a aquellas lecturas que niegan el fenómeno violento y cruel de la colonización y la esclavitud española, que consideran la conquista como una bendición para los conquistados o que, incluso hoy en día, siguen instalados en la melancolía propia de la consigna “Hacer España Grande de Nuevo”. Sin embargo, observando los gestos, símbolos y decisiones que a este respecto ha tomado la monarquía durante la última década, cabe pensar que quienes escriben el guion están más próximos a la interpretación reaccionaria de Roca Barea que a la lúcida y mesurada lectura de José Luis Villacañas en su fantástico libro ‘Imperiofilia’. Una lástima, pero no una sorpresa.

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