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El espíritu de la Navidad

Barceló 13122022

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Desde mis primeros recuerdos, la Navidad ha sufrido varias, y grandes, metamorfosis. En mi niñez, en la España franquista, eran unos días de una especie de subidón religioso con más misas de lo normal, música sacra y villancicos en la radio, programas en la tele sobre cómo celebraban las fiestas aquí y allá -televisión en blanco y negro, claro, y con una programación de canal único que empezaba a las seis de la tarde, precisamente con unas láminas que eran ilustraciones de la Biblia- y venta masiva de panderetas, zambombas y figuritas para ir aumentando el Belén que todo español ponía en su casa, empezando por un Nacimiento y ampliándolo paulatinamente hasta el castillo de Herodes, las palmeras, los romanos, las gallinitas y hasta el río que, en muchas casas, como en la mía, estaba hecho de papel de plata. Los niños íbamos guardando durante meses los papelitos de plata que envolvían las chocolatinas Buana que nos daban con pan para la merienda, para luego alisarlos y extenderlos serpenteando por nuestro Belén. No había árbol de Navidad y las revistas femeninas, como Ama, traían sugerencias de decoración como colgar de un cordón rojo en la entrada de la casa las postales navideñas –“Crismas” los llamaban- que se fueran recibiendo a lo largo de los días. También se puso de moda hacer grandes bolas de papel de celofán de distintos colores que había que recortar, doblar y ensartar formando grandes pompones que luego se colgaban de aquí y de allá, de las lámparas y encima de los cuadros. Muchos de los regalos eran aún hechos en casa -jerseis, calcetines, bufandas…- y cosas necesarias que llevaba una todo el año esperando. En la parte lujosa también había alguna colonia, pañuelos bordados, corbatas elegantes, polveras, medias finas… y, para los pequeños, juguetes maravillosos que habíamos estado admirando durante semanas en los escaparates de las tiendas que empezaban a surgir, aunque también estaban los juguetes más humildes, que traían los feriantes y desplegaban en las casetas que se ponían el 8 de diciembre para que los padres y abuelos pudieran ir guardando lo que pensaban regalar por Reyes.

Las familias se reunían al completo en comedores que apenas si podían contener a tanta gente, se hacía una cena en la que cada uno aportaba los extras que podían permitirse una vez al año -un plato de buen jamón, latas de berberechos, anchoas de las buenas, y, por supuesto, los turrones, mazapanes y polvorones sin los que la Navidad habría quedado coja. Todo regado con sidra El Gaitero –“famosa en el mundo entero”- y un vasito de quina San Clemente para los niños. Los regalos no aparecían hasta el 6 de enero y las celebraciones navideñas consistían en estar juntos, cantar a voz en grito, charlar, y comer y beber todo lo que el estómago pudiera soportar. En las familias religiosas también era importante acudir a la Misa del Gallo el 24 a medianoche y a la Misa de Navidad del día 25 vestidos con lo mejor que hubiera en el armario.

Fueron pasando los años y España fue haciéndose más sofisticada y cosmopolita. Las ciudades empezaron a engalanarse con luces de colores, todo el mundo descubrió de golpe el árbol de Navidad, las bolas, el espumillón -¿recuerdan la invasión del espumillón, que decoraba por igual lugares públicos, iglesias, casas, escuelas y bares de carretera?- y el marisco. De repente, daba la sensación de que lo que siempre habíamos comido por Navidad era vulgar y pobretón, que había que completar la cena con gambas, cigalas, bogavantes…, que al menos una vez al año era necesario vivir por todo lo alto, y lo alto ya no era un pollo asado, sino algo que viniera del mar y no estuviese encerrado en una lata. Los regalos se fueron haciendo también más “lujosos” y ya nadie se alegraba de que la abuela le entregara una larga bufanda de lana buena que le había costado un par de semanas tejer. Era el momento de los perfumes, de la ropa de marca -aunque solo fuera una prenda pequeña, pero de marca-, de los vales para que cada uno pudiera elegir por sí mismo lo que quería llevarse de la tienda, de los discos extranjeros, y, poco a poco, de los aparatos eléctricos y electrónicos: batidoras para las señoras, un walkman para los más jóvenes, un radiocasete para el caballero. Regalar era bonito. Pasábamos mucho tiempo dándole vueltas a qué comprarle a cada uno. Era un placer ir a elegir, decidirse, envolver el regalo, guardarlo durante semanas o incluso meses hasta que llegara el momento de ponerlo en las manos adecuadas y ver el brillo en los ojos del otro, y su sonrisa, y su alegría. También empezó a extenderse la costumbre de salir a comer el día de Navidad para no darle tanto trabajo a las mujeres de la casa (nadie pensó que la cosa se podría arreglar trabajando juntos hombres y mujeres). 

Poco a poco, sin darnos bien cuenta de cómo sucedió, la Navidad empezó a convertirse en una carrera de obstáculos, en un sinvivir que se sumaba a todo lo que había que hacer y nos agobiaba de un modo que unos años antes habría sido incomprensible. Era necesario decorar la casa con estilo y elegancia, preparar un menú con clase, con cosas que no engordaran -los polvorones iban desapareciendo acusados, con razón, de ser una bomba de calorías y uno de los alimentos menos sanos del repertorio-, buscar al menos un regalo, ya en Nochebuena, como en el extranjero, para cada uno de los comensales, que se iban limitando porque ya nadie tenía ningún interés en llenar su comedor de parientes a los que no había visto apenas durante el año. Surgieron como setas tiendas que ofrecían objetos bonitos que no servían para nada en concreto pero que proporcionaban regalos de todos los precios con los que “quedar bien”. Más adelante los bazares chinos tomaron el relevo permitiendo poder regalar a precio económico cosas igual de inútiles. Las fiestas navideñas, que antes eran ocasión de reunirse, celebrar juntos y comer bien empezaban a convertirse en una esclavitud, en un peñazo para todo el mundo. Lo que la mayor parte de la gente deseaba más que cualquier otra cosa era descansar del ajetreo de la vida normal, poder dormir unas horas más, ir en chándal o en pijama por la casa, regalarse un maratón de películas o de series sin tener que hacer conversación con nadie… la aceleración de la vida del siglo XXI nos ha ido quitando las ganas de casi todo.

Mientras tanto, se habla mucho del consumismo, del asalto capitalista que supone el tener que regalar lo que sea porque es lo que toca, el gastar por gastar, sin ganas, para que la rueda siga girando. Y todo es verdad, pero como soy una optimista sin remedio, he estado pensando que, a pesar de todo, tiene su gracia que en una sociedad como la que hemos desarrollado, tan egoísta, tan egocéntrica, donde la mayor preocupación de cada individuo es su propia comodidad, su propia salud, lo que cada uno desea o no desea, sin embargo aún nos preocupa, cuando llega la Navidad, darle una pequeña alegría a alguien que no sea uno mismo, que aún nos planteamos -aunque sea pesado pensarlo, ir a buscarlo en internet y comprarlo- qué podemos regalarle a la gente que nos importa. Me sigue pareciendo bonito e importante conservar esa chispita de magia, de ganas de dar y recibir sorpresas. Parece que en nuestra forma de vivir en este principio de siglo veintiuno ya no quede sitio para la tradición de la Navidad que, mientras tanto, para muchos se ha convertido en una cáscara, sin ninguna base religiosa, moral o filosófica. Sin embargo, seguimos queriendo, quizá por inercia o por nostalgia, que sean unos días especiales, diferentes, fuera de la locura cotidiana. Seguimos llenando la casa de lucecitas y velas, seguimos pensando qué ofrecer a los nuestros, y eso es bueno, a pesar de que a veces nos parezca una cursilada. Nunca es cursi querer dar alegría a quienes nos rodean, aunque esta sociedad nos haga pensar así en ocasiones.

Todo evoluciona, todo cambia. Todos tenemos derecho a entender la Navidad como mejor nos parezca y obrar en consecuencia, pero quiero romper una lanza por la posibilidad de considerar estos días que vienen como una ocasión de recuperar la alegría de dar y compartir, en lugar de verlo como una obligación molesta, una ocasión no solo de llenar nuestra casa de luces sino de llenarnos nosotros, de brillar y dar luz a nuestro alrededor para iluminar a quienes en estas fiestas están tristes o cansados o sin ganas de nada. La alegría es contagiosa, más que un virus. ¿Por qué no animarse a ser agente del contagio, del cambio, y aprovechar la ocasión que nos brinda la Navidad?

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