La extraña dictadura

11 de noviembre de 2023 22:21 h

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El pasado miércoles me desperté paralizada por una sensación de catástrofe. Como en ‘La Metamorfosis’, estaba en mi cuerpo sin estar, prisionera en una telaraña de inquietud. No en vano acabábamos de entrar en una dictadura. ¿Qué me pongo? Pensé. ¿Ropa fúnebre? Decidí vestir de negro preventivamente, pero salí a la calle y la gente charlaba animada y vestía colorida, como si nada estuviese pasando. Entré en el supermercado y había un considerable abastecimiento en las estanterías, aunque vi un par de botellas de aceite con una alarma puesta. 

Abrí Twitter. Escribí el nombre del dictador en el buscador. Enseguida me aparecieron variados improperios dirigidos a su persona: traidor, rata, hijo de puta, sinvergüenza, golpista, liquidador de España, pedazo de criminal. También leí cosas como “Si queréis guerra tendréis guerra”, “Eres el responsable de cada agresión que se lleve un socialista en cada rincón de España”, “Tus hijas no te perdonarán esto que has hecho”, “El pueblo te va a enseñar a la fuerza lo que es una democracia”, “Te vamos a perseguir”, “Vas a dormir en la cárcel y vas a recibir lo que mereces”.  En los medios de comunicación también se despachaban a gusto contra él. En tertulias, el columnas, incluso en programas de humor y entretenimiento. Solo los del tiempo se mantenían al margen, aunque no por las altas presiones.

Al llegar al trabajo no me encontré una foto del dictador colgada en la pared, tal y como suponía. Pregunté y nadie de mi entorno había prendido una imagen suya en el lugar más visible de la casa, para que nadie dudase de su fidelidad. Ni siquiera en los colegios. Ni siquiera un busto en la plaza mayor de algún pueblo. Ni siquiera una pequeña estatua ecuestre.  Al regresar del trabajo me crucé con unos manifestantes camino de Ferraz. Proferían, nuevamente, cánticos exaltados contra el dictador, del estilo de los que había leído en Twitter. Nadie les pidió que se identificasen. No hubo detenciones. En un momento de la turba, dos de los manifestantes comenzaron a mentar a la anterior dictadura, que al parecer sí gozaba de su reconocimiento, no solo privado, también público.

Ahora estoy en Portugal de viaje y nadie habla del tema. “¿Españoles?” Nos preguntaron ayer. “Sí”, respondimos. “Pues tenéis la carta en español”, replicaron. Eso fue todo. Ni un breve comentario sobre el ocaso de nuestra democracia. Nada de solidaridad fronteriza. ¿Asilo? Por supuesto que no. Nada de nada. 

Bien es cierto que no tengo experiencia previa con dictaduras, pero todo resulta bastante sorprendente. Qué dictadura más extraña. 

Dictadura.

Pedro Sánchez está haciendo entrar una dictadura por la puerta de atrás.

Nos han colado una dictadura. 

Dictadura. 

La banalización del lenguaje esta última semana no solo está siendo hiperbólica e histérica, también peligrosa. Porque hay palabras que no solo funcionan como herramientas para ensamblar posiciones políticas, sino que también son blandidas como señuelos. Es una frivolidad condenar la violencia cuando estás amparándola, si no incitándola, con tu discurso. La retórica tiene consecuencias directas. Siempre. Y cuando utilizas la ira para encender una mecha, la explosión es casi inevitable. 

Ni desaparece el Estado de derecho, ni hemos entrado en una dictadura tras el acuerdo de gobierno, ni todos los manifestantes o personas contrarias a la amnistía son fachas. Tal es la escalada verbal que ya casi ni sorprendieron las acusaciones directas al PSOE tras el disparo a Alejo Vidal-Quadras. Bah, una más. Seguramente resulte hasta tierno pedirle a algunos políticos un uso responsable de las palabras. Pero aquí queda el intento. Soy una idealista, qué le vamos a hacer. Ahora a ver si consigo volver de Portugal con España desmoronándose.