La factura de los años locos
A principios de la década de 2000, hasta el redactor más joven del medio más modesto que frecuentaba los pasillos de la Asamblea de Madrid podía enterarse de que la verdadera lucha interna en los partidos políticos de la época se libraba por ocupar los puestos de dirección en Caja Madrid y colocar a los allegados en sus estructuras. “Pregúntale a Antoñito por la tarjeta esa que le dan”, solía decirse en aquellos años, en los que los rumores no tenían ningún soporte documental y, por lo tanto, no se podían publicar.
Antoñito era Antonio Romero Lázaro, secretario de Organización y número 2 del Partido Socialista de Madrid y la famosa tarjeta que decían que tenía es la black con la que, según los extractos validados esta semana por el Tribunal Supremo, el político se gastó 900 euros en una agencia de viajes el mismo día que a su jefe de filas, Rafael Simancas, le birlaban la Presidencia de la Comunidad de Madrid los tránsfugas Eduardo Tamayo y María Teresa Sáez.
Si hay un caso judicial que ejemplifica el orgiástico descontrol que vivió España durante los años de la burbuja inmobiliaria, es el de las tarjetas black, reflejo de toda una época de “rapiña y pillaje” de lo público, como apuntó durante su informe final en el juicio el fiscal jefe Anticorrupción, Alejandro Luzón. Un desfalco de traje y corbata que fue acometido por unos cuantos elegidos por los eternos Gobiernos del PP en la Comunidad de Madrid que, a base de repartir prebendas, compraron el silencio cómplice del PSOE e Izquierda Unida, de las organizaciones empresariales y de los sindicatos.
Por acción o por omisión, muy pocos se salvan de lo que se hizo en aquellos años locos, en los que los partidos madrileños fueron colonizados por dirigentes como Ignacio González o Francisco Granados, hoy imputados como presuntos líderes de dos organizaciones criminales que competían entre sí por el saqueo de las empresas públicas mientras su jefa, Esperanza Aguirre, miraba para otro lado. La época en la que ciertos diputados del PP reconocían que el Parlamento regional era “un balneario” y algunos de los que se sentaban enfrente apuntaban que “en la oposición se vivía mejor porque en el Gobierno se trabaja más”.
La sentencia de las tarjetas black no solo llevará a la cárcel a Rodrigo Rato -que se encontró en 2010 con un sistema perverso, lo mantuvo y lo trasladó a la Bankia- sino, sobre todo, al establishment de una época en la que se sembró una semilla que, al aflorar la crisis económica unos años después, llevó a la quiebra de las cajas de ahorro, al rescate bancario y, en definitiva, a que miles de personas humildes atrapadas en preferentes y productos bursátiles complejos perdieran los ahorros de toda su vida.
Esa resolución firme, que será definitiva e irreversible en cuanto el Supremo rechace posibles nulidades y el Constitucional declare que no se vulneraron los derechos de los condenados, echa por tierra las bochornosas excusas que se escucharon durante las semanas que se prolongó el juicio oral. Salvo decorosas excepciones como la del exconsejero delegado de Bankia Francisco Verdú, que devolvió la tarjeta y llegó a advertir a Rato de que no la usara si no quería “salir en los papeles”, la clase dirigente madrileña caída en desgracia se dedicó a negar la evidencia, justificar los gastos como parte de su sueldo e intentar defender que pensaban que “la Caja”, entendida como un ente abstracto, tributaba por ellos. Como si “la Caja” no fueran ellos.
Muchos, como el multiimputado expresidente de los empresarios madrileños Gerardo Díaz Ferrán, embistieron contra el documento de Excel que el FROB llevó a la Fiscalía Anticorrupción y trataron de defender que los gastos no eran reales. “Estoy muy cabreado con esa hoja, esa hoja no vale nada, es papel mojado”, resumió. “Soy gordo pero no tanto, no como para ir a tanto restaurante”, señaló el exdiputado Virgilio Zapatero. “No puedes comer a las tres y a las tres y media otra vez”, apuntó el exalcalde de Móstoles José María Arteta. “Con la gasolina que dicen que he gastado podría haber dado la vuelta al mundo 7,9 veces”, explicó Javier Sánchez de Miguel. Y se quedaron tan anchos.
Otros echaron la culpa al antecesor de Blesa, Jaime Terceiro, que dejó claro que en su época las tarjetas eran “white” y “se fueron oscureciendo” con la llegada a la presidencia de la entidad de Miguel Blesa, compañero de pupitre de José María Aznar. El fallecido también apuntó a los auditores, que tuvieron “suficientes pistas” para descubrir las irregularidades, y los más osados, como el dirigente socialista con el que comienza este artículo, trataron de sostener la estrambótica excusa de que le habían clonado la tarjeta.
En lo que coincidieron prácticamente todos los acusados es en presentarse como “víctimas y apestados” de la opinión pública, que les había tratado como “chorizos” o “atracadores”. La forma coloquial de definir lo que la sentencia firme del Supremo expresa en términos jurídicos: autores de un delito continuado de apropiación indebida.