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OPINIÓN | 'La penúltima baza', por Antón Losada

Figuritas

Un grupo de turistas en Valencia.

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Cuando era pequeña, mi amigo Alberto tenía una colección inmensa de figuritas de Star Wars. Vivía en una casita baja y tenía una habitación entera para tenerlas expuestas; llenaban unas estanterías que empapelaban completamente las paredes.

Me fascinaba mirarlas: los cazas TIE, los X-wings, una cabeza hiperrealista de un wookie. Lo que no pude hacer nunca fue tocarlas. Ni jugar con ellas. Aquellas figuritas estaban destinadas a seguir para siempre dentro de una cajita, cada una la suya, con un plastiquito transparente en la parte frontal. El plan era que no fueran nunca utilizadas, nunca tocadas, que nunca contaran ninguna historia ni fueran parte de ninguna aventura.

Demasiado a menudo, en la vida queremos comportarnos –o que los demás se comporten– como figuritas. Nos pasa mucho con los niños. Como cuando insistimos en que no coman con las manos, para que no se manchen; que no se suban tan alto, para que no se hieran; que no se vayan muy lejos, para que no se pierdan; que no saquen todos los juguetes, que luego hay que guardarlos, y que no hagan ruido, para que no molesten.

Pero nos pasa, también, con los adultos. No queremos terrazas para no molestar a los vecinos. No queremos fiestas patronales para que no se ensucien las calles. No queremos nuevos negocios en los barrios, para que no suban los precios de las casas.

Nos está pasando ahora con la tentación de colocarnos en contra del turismo. Hay que dejar de viajar, porque genera muchos problemas: suben los precios del alquiler, las ciudades se llenan de gente.

Y es verdad que el turismo se ha disparado y está produciendo muchas tensiones. En los últimos 50 años, los turistas internacionales se han multiplicado por cinco por una sencilla razón: cada vez hay más gente en el mundo que tiene el tiempo y el dinero para permitírselo. De una parte, una generación que lleva trabajando desde los 15 años ha llegado a la jubilación y quiere hacer las cosas que no pudo hacer con el resto de su vida. De otra, una generación de jóvenes se siente ciudadana no de un país, sino de un continente –bendita Europa–. Por último, países enteros que hace unas décadas estaban en la más aberrante de las miserias están entrando en –y disfrutando– el desarrollo.

Ninguna de estas cosas debería ser motivo de nada más que de celebración. En este sentido la humanidad es hoy mejor que hace 50 años. Y cuanto mejores somos –más cultos, más ricos, más libres, más despreocupados– nos volvemos una especie más curiosa y juguetona. ¡Por supuesto que queremos viajar!

Y qué maravilla que sea posible. Para mucha gente –como yo– que no habría tenido ninguna oportunidad de viajar sin el low cost, Airbnb y las aerolinas de bajo coste nos abrieron la puerta al mundo. La oportunidad de ser cosas que nunca hubiéramos podido ser si no hubiéramos podido viajar.

Pero emerge esa tentación de colocarnos a la contra en lugar de celebrarlo como un triunfo de la humanidad y ordenarlo para que tenga los efectos más positivos. Las ciudades, como las figuritas de Star Wars, serían una cosa que tiene que quedarse en una cajita, inmutable, intocada, para que permanezca siempre igual, siempre impoluta, para “los vecinos”.

Curiosamente, cuando las mismas molestias las produce una actividad que consideramos “productiva” se apagan las quejas. Nadie ha pedido nunca que cierren las fábricas, que hacen mucho ruido, o que deje de pasar el camión de la basura. O que se deje de producir cerveza, que usa muchísima agua. O que no se abran colegios y centros de salud en los barrios, que eso también gentrifica.

Lo que ocurre es que hacemos un juicio moral sobre lo que merece y lo que no merece causar un perjuicio o producir un riesgo. Pero vivir no puede ser solo dormir, cuidar y trabajar. Las personas –igual que los niños, que también son personas– necesitamos mancharnos, hacer ruido, correr riesgos, irnos muy lejos, perdernos, a veces accidentarnos, equivocarnos y no podemos dejar de producir un impacto con nuestra existencia. No somos figuritas.

Así que, en lugar de enfadarnos, podríamos poner todas las energías en cambiar el turismo en primera persona. Afortunadamente, hay muchas maneras de viajar que son muy positivas y el turismo no tiene por qué ser un fenómeno depredador. Y está en nuestra mano hacerlo.

Estas son algunas ideas:

Se puede viajar en tren, en lugar de en avión. El tren abre otras posibilidades de viajar a sitios menos masificados. La idea de viajar más despacio se podría vincular a la idea de reducir la jornada laboral a cuatro días para tener más tiempo para viajar, ¿por qué no? Y también a un turismo que revitalice las zonas despobladas.

Airbnb se ha vuelto un monstruo. Lo que empezó como una plataforma colaborativa se ha convertido en una línea de pensiones de mala muerte regentadas por desalmados dispuestos a explotar al turista que no se puede permitir otra cosa. Pero en el vacío que ha dejado han surgido varias plataformas donde puedes intercambiar tu casa sin que medie el dinero. La confianza que construimos ahora se usa para viajar sin consumir. Todos deberíamos estar en esto.

Por herencia de aquellos años en los que nuestros padres cogían una casa una semana en la costa, hemos aprendido que hay que viajar a todo trapo: comer fuera todos los días, gastarse hasta el último céntimo y que nos de igual dónde. Pero no tendría por qué ser así. Se puede viajar consumiendo conscientemente en negocios locales que desarrollen la economía hecha por las personas de cada lugar.

Y de pronto el turismo sería una fuente de riqueza fantástica para los lugares de destino.

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