Flee: el hombre sin hogar

13 de marzo de 2022 21:50 h

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Uno de los mayores errores que cometemos cuando analizamos críticamente la masculinidad es partir de un modelo de referencia - que suele coincidir con el hombre burgués, occidental, heteronormativo y en plena edad productiva – y no tener en cuenta cómo en nosotros también se entrecruzan circunstancias personales y sociales que inciden en nuestra subjetivad y en nuestro estatus. De ahí la necesidad de hablar en plural, de masculinidades, y de tener presentes otros contextos, otras miradas, otros perfiles, que vayan más allá desde la comodidad que nos otorga nuestro ombligo. Cuando planteamos la urgencia de encontrar otros referentes de hombres, tendríamos también que ampliar el foco y además dejar que sean esas otras voces las que tomaran la palabra. Para no volver a caer en el error de hablar por los otros o de tratarlos de manera paternalista. Para no reducir el mundo al campo de acción que nos permite la pantalla del móvil desde la que nos creemos los más listos y los más comprometidos incluso. Para no olvidar nunca que estamos frente a historias personales que por supuesto son políticas.

Flee, que es una de esas películas maravillosamente inclasificables – un documental de animación, un drama basado en una historia real, un ejercicio de terapia con un collage de formatos -, nos ofrece un magnífico ejemplo de “otra” masculinidad. En este caso, es la historia de un refugiado afgano que vive en Dinamarca, Amin, que además es homosexual, la que nos sitúa frente a la dolorosa realidad de quien vive sin hogar y de quien, en paralelo, se siente desde pequeño diferente y lucha por reconocerse y aceptarse sin complejos. A través del testimonio de un hombre que se ha pasado buena parte de su vida huyendo del horror, que ha visto cómo se resquebrajaban sus raíces familiares, que se ha visto obligado durante años a guardar silencio sobre sí mismo, la película de Jonas Poher Rasmussen nos emociona con un relato que nos advierte de las heridas de un siglo que pensamos sería el fin de la democracia cosmopolita. Amin, como todas las personas refugiadas, se nos presenta como esa última frontera, como uno más de cientos, de miles, millones incluso, que viven en una especie de “agujero negro” en el que no caben ni la dignidad ni los derechos humanos. Los y las que piden a gritos que se les reconozca, en términos de Hannah Arendt, el “derecho a tener derechos”. Amin, al que le ponemos nombre, como tantos otros y tantas otras que ni siquiera podemos individualizar con un nombre, nos demuestra que habitamos un planeta en el que, como dice Judith Butler, no todas las vidas merecen ser lloradas y en el que hay pérdidas que parecen no merecer duelo. La “necropolítica”, que denuncia el filósofo camerunés Achille Mbembe, como antítesis de la compasión que deberíamos convertir en virtud ética, ¿verdad, Juan José Tamayo?

Que el formato elegido haya sido la animación, con la cual, cuenta el director, se salvaguarda mejor el querido anonimato del protagonista, no le resta emoción ni complejidad a la historia. Al contrario, Flee demuestra que cuando una historia es potente y está bien contada, da igual la forma y el lenguaje. La narración está tan bien hilvanada que es imposible no sentir como propio el dolor de Amin y de su familia, su infatigable búsqueda de identidad, su inevitable tristeza aun cuando parece haber encontrado una cierta estabilidad y el amor. Es fácil que Flee genere en los espectadores eso que Lynn Hunt denomina “empatía imaginada”, sin la cual no es posible articular mínimamente ese concepto a veces tan etéreo que denominamos dignidad.

Amin, que podría tener otro nombre, cientos, miles, millones de nombres, encierra en su mirada triste el peso de la vulnerabilidad, la fragilidad de un estatus que le condena a estar en terreno de nadie, recluido en los márgenes y necesitado de recuperar la memoria para ser capaz de afrontar el futuro. Amin, que es uno de esos personajes que deberíamos encontrar como lección en los libros de texto que educan a las nuevas generaciones, no es un héroe, ni un genio, ni un modelo de hipervirilidad. Al contrario, es un tipo que permanentemente nos habla de la importancia de los vínculos emocionales, del sentido no fundamentalista de la patria y de la imperiosa necesidad de cualquier ser humano de tener unas mínimas condiciones que le permitan desarrollar libremente su personalidad. 

Flee, que está llena de momentos dolorosos pero también de otros cargados de magia y luz, consigue lo mejor que puede conseguir una buena película: que seamos capaces de reconocer como humana la historia de otro y, de esa manera, que ampliemos el de por sí estrecho sentido de lo que desde nuestro sofá entendemos por universalidad de los derechos. Flee, al fin, es un emocionado y emocionante toque de atención sobre el delgado hilo en el que trenzamos los derechos humanos y sobre las miserias de un mundo cada vez más lejos de la kantiana paz perpetua que permitiría la convivencia pacífica de los y las diferentes. O, lo que es lo mismo, de la democracia como ese hogar en el que ni la nacionalidad, ni el estatus económico, ni ninguna raíz de pertenencia, ni ninguna opción personal, deberían ser obstáculos para que todas y todos fuéramos reconocidos como sujetos de derechos. Ese espacio imperfecto del que nadie quisiera huir.