Por mucho ruido que estén haciendo la derecha y sus medios, en la escena política no ha cambiado nada sustancial desde la noche del 23 de julio, cuando se confirmó que el PP y Vox no sumaban para hacerse con el gobierno. Ese sigue siendo el dato fundamental de la situación, que el derrotado Alberto Núñez Feijóo y los suyos se esfuerzan por disimular. La ofensiva contra una ley de amnistía que nadie ha promulgado, y que no se sabe cuándo y cómo se promulgará, forma parte de esa estrategia. Destinada a fracasar.
Faltan aún 11 días para que tenga lugar la sesión de investidura del líder de la derecha. Él mismo ha venido a reconocer que fracasará en ese intento, haciendo ese reconocimiento aun más incomprensible que se postulara, y probablemente presionara, al jefe del Estado para que le hiciera ese encargo. Y también que exigiera a la presidenta de Las Cortes para que le concediese algo más de un mes para preparar ese intento.
Hasta el momento, ha llenado ese tiempo con movimientos poco menos que patéticos. Intentó atraerse a un PNV que llevaba semanas diciéndole que no iba a apoyarle. También intentó acercarse al independentismo catalán, para horror de no pocos peperos. Se le ocurrió la genial idea de entrevistarse con Pedro Sánchez para pedirle nada menos que le votara para presidir el gobierno durante dos años. Y no ha parado de hacer declaraciones sin mucho contenido o, cuando lo tenían, para desmentirlo a las pocas horas porque habían alarmado a los sectores más rancios de su partido.
En definitiva, ha dado un espectáculo de incompetencia que no tiene precedentes en la reciente historia política española. Por si había alguna duda tras de que fracasara en las elecciones, Feijóo no ha dejado de cavarse su tumba.
Pero para sacar a la derecha de ese marasmo ha llegado Carles Puigdemont. Su explicación del contenido que habría de tener un pacto para que el independentismo catalán, cuando menos el que él representa, pudiera apoyar en Las Cortes a un candidato a la presidencia del gobierno español, obviamente no a Feijóo, han dado argumentos a una derecha que ya estaba cerca del agotamiento.
Porque el líder independentista ha dicho que una amnistía a todos los represaliados por el procés es una condición necesaria para ese acuerdo. Y la derecha ha convertido esa propuesta en un hecho ya adquirido y se ha lanzado a la demagogia de siempre, llenando el espacio político con sus acusaciones y avanzando cada día un poco más en el tono de la descalificación de sus rivales políticos. Nada nuevo bajo el sol.
Y por si faltaba algo, ha entrado en escena hasta José María Aznar clamando que la patria está en peligro y llamando traidores a los líderes de la izquierda. Lo más relevante de esa intervención no es su posible impacto en la escena política, que debería ser tan escaso como las críticas a Pedro Sánchez por parte de antiguos, muy antiguos, dirigentes socialistas, sino la desautorización flagrante del líder del PP que esas palabras suponen. Las cosas deben andar realmente mal en la sede de la calle de Génova.
Feijóo ha balbuceado ante esa afrenta y luego ha convocado una concentración, “del PP”, que no de Vox, para el día 24, confirmando, aunque sea difícil creerlo, que los mensajes de un personaje tan obsoleto como Aznar hacen mella en los dirigentes del PP cuando son débiles.
¿Hay que inquietarse por esa movilización de la derecha que se avecina? Se diría que no mucho, aunque las negociaciones que Pedro Sánchez deberá emprender con el independentismo catalán y sus otros socios potenciales tras de que Feijóo fracase en su intento, estarán rodeadas de una agitación derechista notable que es de esperar que no produzca alguna sorpresa desagradable.
Pero esos movimientos tienen un límite y no pueden impedir la marcha normal de las cosas políticas. El problema es más a medio y largo plazo. Porque está claro que, a menos que se produzca un vuelco interno muy improbable en el PP, la bronca y la intolerancia serán las notas dominantes de la actuación de la futura oposición. Como otras cuantas veces.
Sin ser eso agradable, no es muy preocupante. A menos que la situación económica y social empeoren significativamente. Y no hay indicios de que eso vaya a producirse.
Lo que todavía es una incógnita es el contenido del acuerdo entre la izquierda y los independentistas para votar a Sánchez para la presidencia del Gobierno. La impresión generalizada de los que están en el ajo es que ese acuerdo va a tener lugar. Que nadie de los que deberían firmarlo quieren una repetición electoral. Y que el entendimiento para elegir la mesa del Congreso y el inicio de los trámites para el uso corriente del catalán, el euskera y el gallego en el Parlamento son indicios claros de que el camino del pacto ya se ha emprendido.
Pero quedan los detalles. El más espinoso reside en la forma final que adoptarán las medidas de amnistía, cómo terminarán llamándose y cuándo entrarán en vigor. Porque es indudable, e irrefutable, que tendrá que haber una amnistía. No sólo porque esa es una exigencia perfectamente comprensible por parte del independentismo para apoyar a Sánchez, sino porque eliminar de la realidad política las peores secuelas del 1 de octubre de 2017 es una necesidad para que Cataluña y España puedan mirar con serenidad al futuro. Y cuanto más juntas, mejor.